Lo especial de sentirse especial (Daniel VII)
Todos los 16 de Octubre tenemos la misma conversación, mi amor. Vos me mirás con dos ojos que parece que van a romperse de lo grandes que son, y con la sonrisa de siempre, que resplandece de blanco en las paredes, anunciando que las va a resquebrajar por su brillo, por el sol, por la luz de tu sonrisa. Y entonces, mi amor, solamente entonces, una vez que te raspé la carita con besos de padre sin afeitar, una vez que tus ojos rebotaron para mí la felicidad única de sentirte especial, de saberte tocado por la singularidad de ser el punto exacto que marca otra vuelta de la tierra al sol, una vez que nuestras manos se sueltan, te cuento sobre el día en que naciste. Todos los años. La misma historia. Casi con las mismas palabras.
Y, para vos, todos los años, es especial.
Te cuento cómo se llevaron a Mamá. Cómo no me dejaron entrar porque era una cesárea. Te describo el pasillo solitario y frío del hospital a las tres de la mañana, y cómo salió una enfermera con vos en brazos, y me pidió que te sostuviera mientras cosían a Mamá.
Lo que te cuento, en realidad, es cómo pasamos juntos, a solas, tu primera media hora en este mundo.
Eso sí que es especial.
Tuve el privilegio de sentir tus primeros latidos, de contar tus deditos, de escuchar tu respiración, de reconocer tu manchita de nacimiento en la nariz, de saberte entero y mío, chiquito, diminuto, indefenso; pero potente, fundamental. Tu carita limpia, sin ninguno de los signos habituales en los recién nacidos por parto natural, era un reflejo perfecto de un sueño conseguido, del alivio, después de nueve meses de esperarte, de imaginarte, de inventarte de mil formas diferentes, de tenerte en brazos en la carne, en la piel.
¿Y sabés algo? ¿Querés que te cuente una parte que nunca te cuento cuando hablamos de esto?
No lloraste. Ni un poco. Ni una vez. Ni una lagrimita. Nada.
Me mirabas. Ni siquiera sé si me veías, pero parecía que me mirabas. Y apretabas los puños, como hacen los bebés, mientras dejabas escapar burbujitas de baba.
Y yo, mi amor, que soy un gran tonto, simplemente no pude más que sentirme tremendamente especial. No pude hacer otra cosa que ser tu padre, que amarte con un amor instantáneo y para siempre, irreductible como los galos, irrenunciable, perfecto y tuyo.
Todo lo que soy, todo lo que hice, te lo habías ganado haciendo burbujitas de baba sin llorar. Me hiciste sentir el hombre más especial del mundo, solamente por darme el honor de ser el único testigo de tu primera media hora de vida, por compartir conmigo un pasillo solitario, las luces enfermizas del hospital, los pasos amortiguados de la enfermera de guardia, una madrugada fría, y una emoción en mi pecho que, nuevamente, llenaba mi vida de ilusiones frescas.
Hoy hace nueve años de eso, mi amor, y tu mirada sigue igual. Me busca, me interpela, me interroga y se calma. Y a veces me cuesta creer que el solo hecho de mirarte me siga disparando como un rayo un sentimiento voraz: “¡Carajo! ¡Qué lindo es!”, pienso, para mí, cada vez que te miro.
Y a pesar de que sé que no ha sido fácil, que nos mudamos de continente, que hubo que empezar de nuevo en una escuela nueva, y que muchas veces, a título de que así es la vida, ustedes pagan el altísimo precio de las idas y venidas de los adultos, de nuestras guerras inútiles y nuestras batallas perdidas, de nuestros egoísmos chiquitos y nuestras impaciencias enormes, de nuestra necesidad infinita de recibir amor, y nuestra capacidad limitada para darlo. A pesar de todo eso, mi amor, esta mañana pude ver en vos, otra vez, el brillo secreto de tu emoción. Pude saber, nuevamente, en tu mirada, que te sentís especial el día de tu cumpleaños.
Y me gusta pensar que somos nosotros, tu familia, los que te hacemos sentir especial, pero creo que no es así.
Creo que te sentís especial porque tenés una relación privada con los números, porque te fascinan las cosas exactas, y sentís, secretamente, que no puede ser en vano que, justo hace nueve años, hayas nacido por fin.
¿Y sabés qué? Está bien que te sientas especial. Sentirse especial es un motor potente, es algo que te da fuerza cada vez que la necesites.
Este año, mi amor, se me hizo difícil escribirte. Se me hizo difícil porque estás cambiando, porque estás creciendo, porque ahora, a veces, te ponés difícil, contestás mal, bufás cuando algo no te gusta. Y creo que está bien, es lo que viene a tu edad. Y sé por experiencia que los primeros años de dos dígitos son de los más difíciles de la vida, y que a veces, uno no encuentra el camino para sentirse especial.
Entonces, mi amor, lo que quería decirte hoy, simplemente, era nada más que esto. Que cuando sientas que se te cae el mundo encima, cuando nada te guste, cuando todo duela y llene los ojos de lágrimas, pienses que tenemos ese secreto en común: tu primera media hora conmigo es algo tan único y tan especial que no puede romperse. Cuando nada más funcione, quiero que me invoques, pero no a mí como soy ahora, sino al hombre conmovido que te tuvo en brazos esa media hora, y que por eso se sintió el más especial del mundo. Y te prometo que el que yo era entonces va a acudir a tu llamada, para darte un beso en la mejilla y decirte, de hombre a hombre, que solamente necesitás mirar a tu alrededor y pensar en cuánto y cómo te quiere cada una de las personas que te rodean, y entonces vas a sentirte todo lo especial que necesites, a cualquier hora, cualquier día de tu vida.
¿Y sabés por qué?
Porque sos vos, simplemente viviendo, riendo y abriendo esos dos ojos enormes, el que hace más especial a este mundo.
Te adora, Papá
16 de Octubre de 2015
En la Reina del Plata
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