Cuarenta y ocho. Cuarenta y ocho dividido ocho seis. Seis bytes son los que cumplo hoy. Y estos números me dan vuelta en la cabeza hace días. Por un lado, esa especie de pánico absurdo a la cincuentena. Por el otro, el encanto binario de los números redondos, múltiplos de ocho para nosotros los informáticos, múltiplos de diez para el resto de la humanidad.
Decía ayer, en un texto que escribí para mis compañeros de trabajo, que los cumpleaños me ponen de un humor reflexivo, y es verdad. También es verdad que en mí, un humor reflexivo puede a veces significar diez páginas de desvaríos, o dos días sombríos reflexionando frente a una ventana. Pero hoy no.
Hoy quiero compartir con quien quiera leerme mis seis bytes de madurez.
Byte 1: Los hijos
Empiezo, cómo no, por mis hijos. Alguna vez he leído por ahí que la sabiduría es algo que te llega cuando ya no sirve para nada. Sin embargo, en mi madurez me encuentro con dos cosas sorprendentes.
La primera es que no sé bien cuándo ni cómo, mis dos niñitos, mis dos amores, desaparecieron de mi vida, y en su lugar se instalaron dos tipos. Dos casi hombres ya, que tienen ideas propias, un criterio que me asombra, una inteligencia vital que destella y deslumbra, y una salud emocional que resulta imposible pasar por alto. Son hombres muchísimo mejores que yo, y lo que es más importante, la mayoría del mérito es suyo. La parte que nos toca a los padres, hoy siento que no hubiese sido posible sin algo de sabiduría, porque inevitablemente mis hijos son un reflejo de mí, son el mejor y más valioso legado que dejaré el día en que me muera, y no puedo estar más orgulloso ni sentirme más realizado. Cada vez que los miro me sacude una emoción profunda.
La segunda es que, a mis cuarenta y ocho años, estoy aprendiendo (probablemente lo justo sea decir que ellos me están enseñando) a redefinir nuestra relación, a dejar ir a los niños que fueron e integrar en mi vida dos hombres nuevos, a hacerles un hueco en el mundo de los adultos, y a respirar con el nudo en la garganta que se me hace cada vez que me demuestran, sin querer, que hay esperanza para el mundo si la generación que estamos criando es como ellos.
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1981. Por fin, mi habitación para mí solo. Un rato, nomás, mientras mi hermana pasaba la tarde en lo de una amiga o pelotudeaba en el paredón a la hora de la pavada. Entonces abría mi cajón, sacaba una lata de Nesquick de medio kilo, con los rebordes oxidados, despintada -la grosería de los envases de plástico aún no dominaba el mundo-, llena de bolitas comunes, de vidrio. Para mí eran como perlas fabulosas, un tesoro privado. La japonesa, la chilena, la lechera. Nombres de fantasía que utilizábamos para dirimir las disputas en el arenero de la plaza. El hopi y la quema, los dos hitos que había que alcanzar para derrotar al rival, para obtener otra bola de vidrio, para aumentar el tesoro. Pero en esas tardes, simplemente me sentaba en el suelo, las piernas chuecas de cualquier manera, y las bolitas danzando. Hacía una fila, aprovechando el reborde semejante a una vía de tren de la lata. Las ponía ahí, las hacía girar. Me podía pasar horas, solo, las rodillas en una posición inverosímil. No eran las bolitas, ni el juego. Era la ilusión de tener la habitación para mí solo. Era difícil estar solo en esa época. Habitación compartida. Demasiados hermanos, demasiadas personas, la escuela, la plaza. Y, por supuesto, la baja necesidad de intimidad que tienen los niños.
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Es como un reencuentro. Hace mucho que el tic tic tic de mi teclado no suena por algo diferente al trabajo. Hace meses. Meses sin escribir, meses largos, meses en los que la vida se movió, se sacudió, cambió de forma, de camino.
Ahora estoy solo en casa, es domingo de tarde y todo vuelve a mí, se arremolina, da vueltas, y me recuerda que, en un par de días nada más, voy a cumplir cuarenta y cinco años. Y entonces me vuelve a asaltar el encanto absurdo por los números redondos, por los múltiplos y los divisores, por el significado inexistente de las cifras, por las verdades que deberían revelarse en algunos momentos, y sin embargo no acuden al llamado.
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Hoy, la Muerte pisó mi huerto.
Murió el papá de una de mis amigas más queridas.
Yo no lo conocía mucho. Mi último recuerdo de él es acerca de una tarde magnífica. Había ayudado a mi amiga a comprarse su primera casa. Una especie de PH en la calle Julián Álvarez. Estábamos todos ahí, ayudándola a soñar su vida de adulta, jugando a ser definitivamente grandes, y él estaba allí con nosotros, feliz, sonreía y hacía bromas. No importa mucho más, es el recuerdo que elijo para quedarme, no de él, sino de mi amiga con él, con su papá.
Más de quince años después, su muerte afectó tanto a mi amiga, que hoy siento eso. Siento que La Muerte pisó mi huerto.
Quien será ese buen amigo
que morirá conmigo
aunque sea un tanto así
Quien mentirá un padre nuestro
y a rey muerto rey puesto
pensara para sí
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El sentido de la vida, el universo y todo lo demás es, sin ningún género de dudas, 42. Desde antes y por supuesto después de Douglas Adams. Si se le pregunta adecuadamente, hasta Google responde 42.
Y hoy cumplo 42.
Por primera vez en mi vida, después de tantas guerras inútiles, tanta batalla a brazo partido, algunas victorias fugaces, y mucho, mucho amor desparramado, la primera y la última pregunta del día ya no deben ser sobre el sentido de la vida. Quizás ya no deben ser preguntas.
Quizás sea hora de algunas respuestas. Desafectadas, reales, sin más información que la necesaria. Si al final de la historia solamente se puede establecer con total seguridad que seis por nueve es cuarenta y dos, entonces, definitivamente, la vida, el universo y todo lo demás están repletos de sentido.
El sentido de la vida es, todas las mañanas, salir descalzo a mi terraza con una taza de café en la mano y un cigarrillo en la otra, y terminar de ver como el amanecer rompe la noche, mientras pienso casi sin palabras, como un murmullo cerrado que, a pesar de provenir de mi cabeza, se desvía para pasar por el corazón.
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Hace ya un par de semanas que fui a ver a ver a Joan Manuel Serrat –el Nano, para los amigos– al Gran Rex. Lejos de sumar una crónica pelotuda más a la sarta de boludeces que se escriben y publican cada vez que viene, contando y volviendo a contar lo que todos ya sabemos, y lo que, por alguna razón inexplicable, a los viejos fans nos gusta volver a leer, sentí una necesidad irreprimible de decirle algunas cosas, en primera persona. Como no me gusta parecerme a las viejas ultramaquilladas que le gritan “Lindo!” desde la tribuna, ni a los cuarentones con pancita cervecera –a los que me parezco involuntariamente– que aportan la típica estridencia al grito de “¡Ídolo!”, y tampoco me parece que lo que tengo que decir sea tan trascendental, decidí escupir mis pavadas así, y tirarlas por la red, para que las lea el que se le canten las pelotas, y el que no, no.
Y dice así:
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Es 31 de diciembre. El año es una anécdota, pero lo que es verdaderamente trascendental, lo que importa por sobre los guarismos y la numerología habitual de fin de año, lo que trasciende al encanto helado de los números redondos, es que Buenos Aires llueve en medio de un sopor difícilmente justificable. Escribo con un cigarrillo en los labios, y en el límite periférico de mi visión detecto que mi piel se abrillanta de un sudor perlado, espeso y desagradable; mientras, por mi ventana, da la sensación de que los peces podrían volar por el aire, que miles de millones de toneladas de hierro y cemento necesitan exhalar un suspiro volcánico, un rugido húmedo y caliente, casi mortal, para subvertir a la ciudad entera con su disconformidad, con sus conductores indolentes capaces de atropellar un carrito de bebé, con los pasos de peatones inútiles decorando la calzada como la sonrisa burlona y triste de un piano desdentado e inútil, con sus colas interminables, voces que se alzan en protesta por la espera, por el maltrato, por el clima, por el gobierno, por la oposición, por el precio de las arvejas, por lo que está bien y por lo que está mal.
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Mis hijos, los dos, son fans de Harry Potter. Yo también. Yo soy fan de Harry Potter, pero más aún, soy fan de mis hijos. Harry Potter no es fan de nosotros, pero solamente porque no sabe que existimos.
Ayer fue la fiesta de fin de curso de la escuela de mis hijos. Una especial. Para nosotros, única: era la última viviendo en España. La última que celebrábamos con los niños y los padres que nos acompañaron desde la guardería. La última con los niños que crecieron junto a mis hijos, la última junto a los padres con los que, en los últimos años, envejecimos un poco, ganamos algunos kilos, disputamos a gritos los mundiales y criamos juntos a los hijos lo mejor que supimos.
La noche era cálida y con amenaza de tormenta, y los padres, como siempre hacemos, nos arracimamos alrededor de mesas cargadas de pan con tomate, tortilla de papas y algo –no mucho– de bebidas espirituosas de baja graduación, todas ellas permitidas por la ley y el Ministerio de Salud.
Como, antes que nada, soy un hombre de convicciones y palabra, ni bien terminó la cena, cuando empezaba la discoteca, me dispuse a cumplir mi promesa de dos semanas atrás (ver Un, Dos, Tres, ¡Mierda!), así que, por una vez, haciendo uso incorrecto y espurio de los recursos tecnológicos asignados al ágape, me acerqué al micrófono y convoqué al costado del escenario a todos los compañeros de mis hijos.
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Supongo que, a esta altura de mi vida, ya no es un secreto para nadie que una gran parte de las oscuras vetas desaliñadas, las informalidades profundas que me suelen asaltar en público y los desmanes que a veces patrocino con insano entusiasmo son, en realidad, producto involuntario de un cruel signo hereditario: un gran porcentaje de mi familia proviene del mundo del teatro.
No es que el teatro tenga nada de malo en sí mismo –nada más lejano a mis creencias–, pero como obra en sano conocimiento de cualquier persona de bien, especialmente en estos tiempos infames que nos toca vivir, los artistas en general y los actores en particular, son un gremio frecuentemente integrado por malhechores, zafios, libidinosos, patanes de vida disoluta y rufianes de baja calaña. Vamos, personas que ni van a misa los domingos ni se ponen corbata. Como mi hermana, la menor, de quien las malas lenguas han llegado a decir hasta que vive en pecado con un señor que ni es su marido ni nada. Y eso que en su casa no hay más que un dormitorio, ya saben a qué me refiero.
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Las bodas son una de las cosas más raras del mundo. Aparentemente, todos entendemos lo mismo ante la palabra boda. Son dos personas que se casan. Eso es fácil. Lo entienden así las abuelas de los novios, y lo entienden de la misma manera los sobrinitos, los amigos y los vecinos cotillas. Todos sabemos que de ahora en adelante van a vivir juntos, y se les supone amor, compañerismo, solidaridad y descendencia.
Sin embargo, si nos metemos un poquito más a fondo en la idea, los católicos imaginarán una ceremonia eclesiástica, los gitanos probablemente una fiesta de varios días hasta caer de cansancio, los judíos una ceremonia en su templo, los intelectuales de izquierda una ceremonia civil, y aunque desconozco sus costumbres, probablemente los Indios Navajos bailarán a la luz de la luna con el torso desnudo y la cara pintada, y así cada cual lo que más le guste. Entonces para un concepto tan simple, en el que todos estamos de acuerdo sobre sus implicaciones, es altamente probable que tengamos tantas ideas como invitados.
Y eso es algo que celebrar, porque es parte de lo que nos hace diversos.
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