
A mis 47 años no es un secreto que, de un sobrepoblado universo de héroes, superhéroes, mutantes con buenas o malas intenciones, guerreros de lealtades firmes a veces y dudosas otras, elfos infalibles y enanos maquinadores, mi preferido es, fue y será El Zorro. Lo explico en El descanso de los Héroes, pero por recordarlo de forma muy resumida, desde niño me parecía que, a pesar de ser admirable, tener superpoderes prácticamente te obliga a dedicarte al bien común, mientras que los hombres normales que lo único que tienen es una habilidad especial, forjada a lo largo de muchas horas de adiestramiento, y que ponen en riesgo su propia vida, me han parecido siempre mucho más admirables que los alienígenas afectados por una invulnerabilidad congénita. Seguramente en este capítulo se merecen una mención especial Batman, Robin Hood y el Che Guevara, entre tantos otros desconocidos, olvidados o simplemente pasados por alto.
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Marty McFly llegó al futuro dentro de unos días, el 21 de Octubre de 2015. Sí, ya sé que es un poco fácil empezar por acá, teniendo en cuenta que esto, como casi todas las pavadas del mundo, es viral en Facebook. Pero sabrán disculparme, porque mientras escribo, la mañana silenciosa de un sábado soleado propicia que mi oficina sea invadida por las conversaciones apagadas de mis hijos jugando, los maullidos de mi gata y el murmullo cerrado de la heladera, haciendo su trabajo. Como estudiantes, me imagino que saben perfectamente cuánto distrae el entorno, y cómo se siente preguntarse, primero, por qué uno se comprometió a hacer esto; y segundo, por qué no lo hizo hasta último momento, dejándolo, como siempre, para el final. Después te das cuenta que el cerebro fue trabajando por su cuenta, y que hay un montón de pedacitos de ideas dando vueltas, y solamente hacen falta las tres cosas fundamentales: atraparlas, ordenarlas y creer en ellas.
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Como muchos de los que habitualmente me leen saben, tengo 42 años, soy papá y esposo y hermano y tengo una panza redonda. Tengo algunas virtudes y un montón de defectos, y entre esa sopa infame de cosas, también soy fan de Harry Potter. No hace falta que vuelva a explicar por qué soy fan, lo he hecho un montón de veces. No es el motivo de este artículo.
Este fin de semana que acaba de terminar, se hizo en Buenos Aires la Magic Meeting. Algo de lo que nunca había participado. Me enteré de rebote, y allá fuimos. El primer día improvisados, los cuatro, y el segundo más preparados, solamente los muy fans de la casa: Pablo, Daniel y yo.
No habíamos vivido nada parecido, y probablemente me cueste destacar lo que realmente me interesa decir, la reflexión que me convoca una vez más al papel y a la tinta.
Estaba lleno de gente. Probablemente treinta o cuarenta veces más del número más alto que yo me hubiese arriesgado a vaticinar si alguien me hubiera pedido que adivinase cuánta gente iría.
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En la Argentina de mi niñez, todo el mundo jugaba al ProDe. Existían loterías, quinielas y hasta recuerdo la aparición de los rascas instantáneos para pobres impacientes, pero la estrella de los juegos de apuestas era el ProDe. La espantosa sigla ―haciendo honor al gusto argentino por los acrónimos, nomenclaturas y contracciones idiomáticas obtusas― no significa otra cosa que “Pronóstico Deportivo”. Lo que en España es la quiniela, vamos. Consistía en adivinar, entre Local, Empate o Visitante, los resultados de trece partidos de fútbol de la semana, disponiendo de dos “dobles”, o chances de marcar, para un partido específico, dos resultados de los tres posibles.
Pero el mundo era muy diferente en esa época. Con el dinero que gano yo mensualmente hoy, seguramente vivirían cuatro familias de entonces, mientras que nosotros no llegamos a fin de mes. En esos tiempos, al menos en mi casa, las posibilidades de jugar al ProDe eran escasas, y además mi padre nunca fue especialmente jugador. Sin embargo, recuerdo con mucha precisión la primera vez que me permitió rellenar una boleta, a ver si le daba suerte. Yo tendría por entonces siete u ocho años, y me tomé la tarea con absoluta seriedad. Primero porque un futuro de riqueza inimaginable para toda mi familia dependía solamente de mí; y segundo porque yo era consciente de poseer un arma secreta que la mayoría de los adultos del mundo desconocían: la fría lógica.
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El 11 de Julio de 2010 España conseguía por primera vez en su historia coronarse como Campeona Mundial de Fútbol. Una historia no exenta de sangre, entre la que podemos encontrar campañas de exterminio en las Indias, un imperialismo salvaje que paseó su sed de sangre y oro por casi todo el mundo, y la soberbia intachable de llevar a todos los confines la palabra de Dios.
Desde mi ventana, el cántico coral de “Soy Español, Español, Español” rompía la noche, impidiendo dormir a mis hijos. Era entonado por cientos de gargantas de mis vecinos, los mismos que hoy, día de las elecciones catalanas entintadas de independentismo, decoran sus balcones con banderas de guerra soberanista. No puedo evitar llegar a la triste conclusión de que estamos más dispuestos a unirnos a razón de una victoria deportiva que para encontrar un camino conjunto que nos saque de la miseria y la crisis, para expulsar a los falsos líderes que capitanean la destrucción y la caída en desgracia de esta España en la que, mientras algunos toman malas decisiones a conciencia, y otros cubren la papeleta de la protesta, la gran mayoría simplemente observa, moviendo negativamente la cabeza e implorando en secreto no ser el siguiente.
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Como todos los años por estas fechas, aquí en el viejo continente está a punto de comenzar la liga de fútbol. Y yo, como últimamente me da por hacer, frente a los temas mundanos de la vida, reflexiono y rescato de lo más profundo mis primeros recuerdos futboleros. Los jugadores siempre fueron queridos, endiosados y privilegiados. Sin embargo, cuando yo era niño, el fútbol – valga el machismo irrenunciable de la expresión – era un deporte de hombres. No era que no llevaran el pelo largo, ni que no simulasen un poco al recibir una falta. Ni siquiera era que los futbolistas gays no salieran del armario – como, por otra parte, hoy en día continúa sin suceder -, simplemente se trataba de que eran hombres de carne y hueso, que se ganaban bien la vida jugando al fútbol, un deporte noble, que embanderaba los méritos del trabajo en equipo, del juego colectivo y en general los valores del deporte. Todo un ejemplo para los niños y para el ciudadano medio. Y no se trata de que no hubiera cosas condenables, por ese entonces, en el mundo del fútbol. Había excesiva violencia (tal vez más que ahora), y en el año 1981, por ejemplo, el traspaso de Diego Armando Maradona al Fútbol Club Barcelona se cifró en la astronómica suma de ocho millones de dólares. Una auténtica obscenidad para la época, aunque incomparable con los noventa y seis millones de euros que pagó el Real Madrid por el pase de Cristiano Ronaldo.
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Sin pena ni gloria, José Luis Rodríguez Zapatero acaba de convocar elecciones generales para el 20 de noviembre.
Yo me eduqué en un entorno de auténtica izquierda, y lo primero que me enseñaron, desde niño, es que las personas de izquierda no nos rendimos. Sostuve y sostengo que uno de los grandes engaños de la política española es el desplazamiento del eje del centro. El PSOE nos vende, en una cajita con un moño rojo, su izquierdismo levemente populista y al mismo tiempo su moderación criteriosa, a efectos de no espantar a los grandes capitales, siempre más propensos a llevarse bien con la derecha, cuando en realidad es claramente un partido socialdemócrata de centro. Mientras tanto, en el mismo cuadrilátero, el PP comercializa una imagen de derecha moderada, ligeramente conservadora, intentando encubrir su auténtico fascismo y su deseo oculto de regresar a la edad media, para no ahuyentar al electorado de centro. El resto de los partidos, desde el UPyD de Rosa Diez, hasta la patética Izquierda Unida de Gaspar Llamazares, chapotea en un barro confuso de lugares comunes, discursos agotados y falta de identidad política.
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Francisco Camps, ahora ex–presidente de la Comunidad Valenciana, después más de dos años de pregonar a los cuatro vientos su inocencia en uno de los casos de corrupción más grandes de la historia de España, en el que todos, desde la clase política hasta la prensa, pasando por la sociedad civil y la policía, sabíamos desde el principio que era culpable, ha decidido renunciar a su cargo. Pero no lo hizo limpiamente, avergonzado y entregándose a la justicia, como debería haber hecho al instante de hacerse públicos los hechos, más de setecientos días atrás. No.
Protagonizó una jornada de negociaciones, a gritos, con su partido – seguramente el próximo partido que gobernará el país -, durante la que barajó seriamente la posibilidad de declararse culpable, a fin de evitar que un juicio escandaloso empañe lo que se supone que será una victoria fácil en las elecciones del próximo otoño, forzando a esa declaración de culpabilidad a sus subordinados – cómplices – más cercanos. No contento con el escándalo, teniendo al Tribunal Superior de Justicia de Valencia esperándolo a la hora del cierre, decidió a último momento no hacerlo.
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