Todos los 16 de Octubre tenemos la misma conversación, mi amor. Vos me mirás con dos ojos que parece que van a romperse de lo grandes que son, y con la sonrisa de siempre, que resplandece de blanco en las paredes, anunciando que las va a resquebrajar por su brillo, por el sol, por la luz de tu sonrisa. Y entonces, mi amor, solamente entonces, una vez que te raspé la carita con besos de padre sin afeitar, una vez que tus ojos rebotaron para mí la felicidad única de sentirte especial, de saberte tocado por la singularidad de ser el punto exacto que marca otra vuelta de la tierra al sol, una vez que nuestras manos se sueltan, te cuento sobre el día en que naciste. Todos los años. La misma historia. Casi con las mismas palabras.
Y, para vos, todos los años, es especial.
Te cuento cómo se llevaron a Mamá. Cómo no me dejaron entrar porque era una cesárea. Te describo el pasillo solitario y frío del hospital a las tres de la mañana, y cómo salió una enfermera con vos en brazos, y me pidió que te sostuviera mientras cosían a Mamá.
Lo que te cuento, en realidad, es cómo pasamos juntos, a solas, tu primera media hora en este mundo.
Eso sí que es especial.
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Marty McFly llegó al futuro dentro de unos días, el 21 de Octubre de 2015. Sí, ya sé que es un poco fácil empezar por acá, teniendo en cuenta que esto, como casi todas las pavadas del mundo, es viral en Facebook. Pero sabrán disculparme, porque mientras escribo, la mañana silenciosa de un sábado soleado propicia que mi oficina sea invadida por las conversaciones apagadas de mis hijos jugando, los maullidos de mi gata y el murmullo cerrado de la heladera, haciendo su trabajo. Como estudiantes, me imagino que saben perfectamente cuánto distrae el entorno, y cómo se siente preguntarse, primero, por qué uno se comprometió a hacer esto; y segundo, por qué no lo hizo hasta último momento, dejándolo, como siempre, para el final. Después te das cuenta que el cerebro fue trabajando por su cuenta, y que hay un montón de pedacitos de ideas dando vueltas, y solamente hacen falta las tres cosas fundamentales: atraparlas, ordenarlas y creer en ellas.
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Como muchos de los que habitualmente me leen saben, tengo 42 años, soy papá y esposo y hermano y tengo una panza redonda. Tengo algunas virtudes y un montón de defectos, y entre esa sopa infame de cosas, también soy fan de Harry Potter. No hace falta que vuelva a explicar por qué soy fan, lo he hecho un montón de veces. No es el motivo de este artículo.
Este fin de semana que acaba de terminar, se hizo en Buenos Aires la Magic Meeting. Algo de lo que nunca había participado. Me enteré de rebote, y allá fuimos. El primer día improvisados, los cuatro, y el segundo más preparados, solamente los muy fans de la casa: Pablo, Daniel y yo.
No habíamos vivido nada parecido, y probablemente me cueste destacar lo que realmente me interesa decir, la reflexión que me convoca una vez más al papel y a la tinta.
Estaba lleno de gente. Probablemente treinta o cuarenta veces más del número más alto que yo me hubiese arriesgado a vaticinar si alguien me hubiera pedido que adivinase cuánta gente iría.
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Hola, hijo. Hola, mi amor. No te enojes, todos los años, en mi carta por tu cumple, te digo “Hijo” y te digo “Mi amor”. El género epistolar está lleno de formalidades, de encabezados que son así, y despedidas que son de esta otra manera, y a esta altura, con tus once añitos, a veces me da miedo avergonzarte un poco cuando te hablo así, pero en mis cartas para vos no hay formalidades, sino rituales. Y aunque cumplas once, y eso te haga ser casi tan tonto como un hombre adulto, necesito pedirte, de hombre a hombre, que me permitas esos rituales, porque es en esas palabras, mi amor, cuando puedo transportarme al bebito que una vez fuiste, a tus eructos agrios de leche materna semidigerida, a tus bracitos buscando mi cuello… Y ¿sabés una cosa? Necesito de esos rituales para sentarme, una vez por año, a escribirte una carta por tu cumpleaños. No los necesito para saber qué decir, ni los necesito para conectar con vos o con lo que siento. Los necesito como un perro necesita mear un alambrado para marcar su territorio. Los necesito como un país necesita soldados para proteger sus fronteras. Los necesito como una loba necesita matar por sus cachorros. Necesito de esos rituales, mi amor para, por este ratito en el que yo te hablo y vos escuchás, establecer más fuerte que nunca que soy tu padre, y también para reconocer ante mí mismo que eso no significa nada si no viene con el desastre glandular que me ocurre cuando te abrazo, con el dolor en el pecho que me produce tu angustia, con la felicidad instantánea que me da tu risa cuando explota por fuera de tu boca, con el placer de mirarte, de saber que estás creciendo, que te estás haciendo hombre mejor que yo. Ojalá un día, mi amor, tengas hijos, y entonces puedas recordar en mis palabras que ser padre no quiere decir nada. Lo que tiene significado en la vida de un hombre es la cantidad de miedo, pasión, felicidad y dolor que se siente, ser desbordado desde el pecho hasta los dientes, saberse potencialmente superado por los hijos, y al mismo tiempo tener que continuar a cargo, dirigiendo una vida sin haber podido ensayar cómo se hace, sin vida extra, sin espacio para el error, y sin embargo cometiendo uno tras otro. Ser padre es permitirle a tu corazón irse a vivir fuera de tu pecho, y morir en cada lágrima de tus hijos.
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El sentido de la vida, el universo y todo lo demás es, sin ningún género de dudas, 42. Desde antes y por supuesto después de Douglas Adams. Si se le pregunta adecuadamente, hasta Google responde 42.
Y hoy cumplo 42.
Por primera vez en mi vida, después de tantas guerras inútiles, tanta batalla a brazo partido, algunas victorias fugaces, y mucho, mucho amor desparramado, la primera y la última pregunta del día ya no deben ser sobre el sentido de la vida. Quizás ya no deben ser preguntas.
Quizás sea hora de algunas respuestas. Desafectadas, reales, sin más información que la necesaria. Si al final de la historia solamente se puede establecer con total seguridad que seis por nueve es cuarenta y dos, entonces, definitivamente, la vida, el universo y todo lo demás están repletos de sentido.
El sentido de la vida es, todas las mañanas, salir descalzo a mi terraza con una taza de café en la mano y un cigarrillo en la otra, y terminar de ver como el amanecer rompe la noche, mientras pienso casi sin palabras, como un murmullo cerrado que, a pesar de provenir de mi cabeza, se desvía para pasar por el corazón.
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Hace ya un par de semanas que fui a ver a ver a Joan Manuel Serrat –el Nano, para los amigos– al Gran Rex. Lejos de sumar una crónica pelotuda más a la sarta de boludeces que se escriben y publican cada vez que viene, contando y volviendo a contar lo que todos ya sabemos, y lo que, por alguna razón inexplicable, a los viejos fans nos gusta volver a leer, sentí una necesidad irreprimible de decirle algunas cosas, en primera persona. Como no me gusta parecerme a las viejas ultramaquilladas que le gritan “Lindo!” desde la tribuna, ni a los cuarentones con pancita cervecera –a los que me parezco involuntariamente– que aportan la típica estridencia al grito de “¡Ídolo!”, y tampoco me parece que lo que tengo que decir sea tan trascendental, decidí escupir mis pavadas así, y tirarlas por la red, para que las lea el que se le canten las pelotas, y el que no, no.
Y dice así:
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Es 31 de diciembre. El año es una anécdota, pero lo que es verdaderamente trascendental, lo que importa por sobre los guarismos y la numerología habitual de fin de año, lo que trasciende al encanto helado de los números redondos, es que Buenos Aires llueve en medio de un sopor difícilmente justificable. Escribo con un cigarrillo en los labios, y en el límite periférico de mi visión detecto que mi piel se abrillanta de un sudor perlado, espeso y desagradable; mientras, por mi ventana, da la sensación de que los peces podrían volar por el aire, que miles de millones de toneladas de hierro y cemento necesitan exhalar un suspiro volcánico, un rugido húmedo y caliente, casi mortal, para subvertir a la ciudad entera con su disconformidad, con sus conductores indolentes capaces de atropellar un carrito de bebé, con los pasos de peatones inútiles decorando la calzada como la sonrisa burlona y triste de un piano desdentado e inútil, con sus colas interminables, voces que se alzan en protesta por la espera, por el maltrato, por el clima, por el gobierno, por la oposición, por el precio de las arvejas, por lo que está bien y por lo que está mal.
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Hola, mi amor. Hola chiquitín. Pasaron solamente dos días desde tu cumpleaños, y hoy te escribo bajito porque estás del otro lado de esa puerta, y no quiero que me escuches susurrar las palabras que se me desparraman cada vez que el sol da otra vuelta alrededor de la tierra (sí, alrededor de la tierra, y sí, el sol). Te escribo bajito porque una vez más llegué tarde a nuestra cita anual, porque mis palabras, esta vez, prefirieron una cena contigo a un par de horas a solas con mis pensamientos. Vos crecés y yo también, mi amor. ¿Y sabés qué? Ya no siento culpa cuando llego tarde a este encuentro. Aprendí que estas cartas anuales son un valor a futuro, y el futuro, mi amor, no tiene prisa. Para el futuro no hay ninguna diferencia entre el jueves y hoy. El futuro espera, pero tu día no. Tu día necesita ser ese mismo día, esa misma hora, y está bien que así sea.
A medida que vos y tu hermano crecen, mi amor, se me hace más difícil, porque voy descubriendo que el amor de padre, ese que es tan intenso, ese que no te deja pensar, que te duele en el pecho cuando sostenés a tu bebé por primera vez, ese que bloquea las palabras, que impide ser descrito porque es un sentimiento agónico y brutal, espeso, poblado de fantasmas barbudos y de miedos sin apellido, ese amor que suponía inalterable, un bloque de granito indestructible, ese mismo amor, de repente, empieza a revelar de a poco que puede cambiar. Que cambia, de hecho. Que muta, evoluciona, florece con aristas de colores vivos, inventa nuevos puntos de vista, provee riquezas difíciles de sospechar, respuestas a adivinanzas que nunca supe decir. Te digo esto porque para mí, estas cartas cumpleañeras no son sino un hito marcado en el tiempo que me obliga a sentarme y, por unas pocas horas, pensar exclusivamente en vos, compararte con vos mismo hace un año, y escuchar en silencio lo que tu crecimiento me dice. Y cómo no, en ese ejercicio también me examino yo, como padre y como hombre.
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Supongo que, a esta altura de mi vida, ya no es un secreto para nadie que una gran parte de las oscuras vetas desaliñadas, las informalidades profundas que me suelen asaltar en público y los desmanes que a veces patrocino con insano entusiasmo son, en realidad, producto involuntario de un cruel signo hereditario: un gran porcentaje de mi familia proviene del mundo del teatro.
No es que el teatro tenga nada de malo en sí mismo –nada más lejano a mis creencias–, pero como obra en sano conocimiento de cualquier persona de bien, especialmente en estos tiempos infames que nos toca vivir, los artistas en general y los actores en particular, son un gremio frecuentemente integrado por malhechores, zafios, libidinosos, patanes de vida disoluta y rufianes de baja calaña. Vamos, personas que ni van a misa los domingos ni se ponen corbata. Como mi hermana, la menor, de quien las malas lenguas han llegado a decir hasta que vive en pecado con un señor que ni es su marido ni nada. Y eso que en su casa no hay más que un dormitorio, ya saben a qué me refiero.
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Supongamos que esto no es un post, ni un artículo, ni siquiera una confesión. Supongamos que es un ejercicio de suposiciones encadenadas.
Ahora supongamos que tengo una amiga muy querida, y que como es un poco fóbica, suponemos que se llama Ve Efe en lugar de suponer su nombre real. Supongamos que, de todos los que leen esto, algunos creen darse cuenta de quién hablo ―lo que es imposible, porque se trata de una suposición, pero siempre hay equivocados dispuestos a compartir su error con el mundo―; y que, bajo ese supuesto, suponemos que van a guardarse para sí la certeza de suponer que saben.
Supongamos que conocí a Ve Efe hace veinticinco años.
Son muchos años.
Muchísimos.
En mi suposición, cuando conocí a Ve Efe, más que amigos éramos compañeros de colegio, y de una cosa que suponíamos que era militancia. Y entonces supongamos que me detengo un segundo para recordar cómo supongo que era ella. No es necesario, porque esta no es una suposición sobre pasado y nostalgia, sino sobre presente rabioso, pero vale la pena un repaso rápido, porque esta suposición trata también sobre las sorpresas que a veces, sin quererlo, suponen una diferencia real en la vida de la gente.
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