Hoy, la Muerte pisó mi huerto.
Murió el papá de una de mis amigas más queridas.
Yo no lo conocía mucho. Mi último recuerdo de él es acerca de una tarde magnífica. Había ayudado a mi amiga a comprarse su primera casa. Una especie de PH en la calle Julián Álvarez. Estábamos todos ahí, ayudándola a soñar su vida de adulta, jugando a ser definitivamente grandes, y él estaba allí con nosotros, feliz, sonreía y hacía bromas. No importa mucho más, es el recuerdo que elijo para quedarme, no de él, sino de mi amiga con él, con su papá.
Más de quince años después, su muerte afectó tanto a mi amiga, que hoy siento eso. Siento que La Muerte pisó mi huerto.
Quien será ese buen amigo
que morirá conmigo
aunque sea un tanto así
Quien mentirá un padre nuestro
y a rey muerto rey puesto
pensara para sí
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Hola, Enano Cabezón. Hola, mi amor. Parece mentira, hace ya cinco años de mi primera carta, de la primera vez que deshice mis pobrezas de hombre sobre un papel, para decirte verdades de padre. Entonces eras una cabeza con dos ojos redondos, grandes, expresivos, volcados de ternura y dulzura, sostenida en equilibrio precario por un cuerpito de pichón. Eras todo amor y bracitos buscando mi cuello, carita rozando mi barba, risa explotando en mis oídos.
Solamente cinco años después, ya no sos tan enano, mi amor, y desde luego ya no sos tan cabezón. Pero a mí me gusta decirte Enano Cabezón. Me gusta porque es un juego nuestro, privado, egoísta y a la vez cómplice. Tuyo y mío. Me gusta porque me hace acordar a tus ojos como dos doblones de a cuatro, que eran asombrados, curiosos y derrochaban ternura. Me gusta porque, aunque me duela, empiezo a ver cómo se acerca el día en que vos y tu hermano ya no van a ser niños ni enanos ni cabezones ni míos, sino dos adolescentes en pie de guerra, con el mundo y conmigo. Y está bien que así sea, cabezón. Es ley de vida.
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Hola otra vez, mi amor.
Por primera vez en los últimos cuatro años, desde que vos, sin saberlo, y yo, plenamente consciente, iniciamos esta tradición ridícula en la que cada año, para tu cumpleaños, te escribo una carta voraz y egoísta que no vas a leer hasta que seas grande, llego tarde a este encuentro impostergable, y por supuesto, me devora la culpa.
Todos los años espero con ansiedad el momento de sentarme a escribirte. Es un hito anual en el que vuelvo a pensarte desde el principio, como hijo y como persona, y vuelvo a pensarme a mí, como padre y como hombre. Es uno de los grandes momentos del año, porque aunque no lo creas, mi amor, una de las enormes frustraciones de la paternidad es, a veces, no poder ser sincero con los hijos, en aras de su edad, de que no están listos, de todo lo que, supuestamente, no saben. Por eso este espacio, donde te digo ahora mismo las cosas que no puedo decirte, las que quiero que sepas en el futuro con palabras del presente, las que me prometo a mí mismo no permitir que caigan en el olvido.
Lo espero con ansiedad, te decía, y usualmente escribo esta carta varios días antes de que llegue tu cumpleaños.
¿Por qué este año no?
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Según parece ser, la vida no es más que una sucesión de momentos pegados uno atrás de otro, un tren interminable de vagones en un carnaval de colores vivos. Buenos, malos, regulares, excelentes, horribles… Algo así como una sopa descontrolada, una hilera de hormigas borrachas que deambulan sin ton ni son, en pos de un objetivo que desconocen, pero que a pesar de eso parece absurdamente claro. Sin embargo, en lo caótico de esa serie de momentos a veces creemos encontrar un patrón, algo así como la dirección en la que va la vida, un dibujo con sentido en un lienzo colorido dibujado por un chimpancé demente, y otras veces aparecen puntos marcados y claros, hitos importantes. Un nacimiento, una muerte, un primer beso robado en el banco de una estación, una pelea de proporciones dantescas, un equipo de fútbol campeón contra todo pronóstico.
De esos momentos memorables que nos ofrece la vida, esas chinches rojas que marcan para siempre lugares específicos en un mapa desquiciado y caótico, la inmensa mayoría nos toman más o menos por sorpresa. No sabemos, al empezar el colegio, el día exacto en que terminará, ni conocemos de antemano, a pesar de las ecografías y las predicciones de médicos a sueldo, el momento en el que nacerán los hijos. Es imposible adivinar detrás de qué esquina nos alcanzará el amor, o el día preciso en el que un cuerpo expuesto en un cajón de madera nos hará entender de una vez por todas que nadie es inmortal.
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El dolor no es la sangre entre los dedos. No es la humedad tibia y roja, dulce. El dolor no es la falta de aire, ni el mareo que trae con ella. Ni siquiera es la pequeña muerte que a veces me asalta por sorpresa, el instante brutal durante el que dejo de ser para siempre, por un momento.
El dolor es una geometría de aristas infinitas, y en cada una de ellas, afiladas de pánico impune, un nombre único, un nombre que se pronuncia una sola vez, y que muere en los labios al cerrarlos, baja por la garganta junto a la saliva y se pierde en la memoria, para no resurgir.
El dolor es alimentar sueños a fuego lento, darles cara y ojos, aprender a quererlos, verlos cerca, instalarse en la felicidad fugaz de una ilusión, solamente para ver cómo se desmorona pieza a pieza, en un estruendo silencioso de polvo y yeso.
El dolor es mi cara en el espejo, día tras día, con la mirada cada vez más espesa, con la piel cada vez más castigada, con los labios más agrietados, con la identidad percudida por el taladro irreductible de la realidad. El dolor son mis mejillas ásperas, desinfladas.
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