El sentido de la vida, el universo y todo lo demás es, sin ningún género de dudas, 42. Desde antes y por supuesto después de Douglas Adams. Si se le pregunta adecuadamente, hasta Google responde 42.
Y hoy cumplo 42.
Por primera vez en mi vida, después de tantas guerras inútiles, tanta batalla a brazo partido, algunas victorias fugaces, y mucho, mucho amor desparramado, la primera y la última pregunta del día ya no deben ser sobre el sentido de la vida. Quizás ya no deben ser preguntas.
Quizás sea hora de algunas respuestas. Desafectadas, reales, sin más información que la necesaria. Si al final de la historia solamente se puede establecer con total seguridad que seis por nueve es cuarenta y dos, entonces, definitivamente, la vida, el universo y todo lo demás están repletos de sentido.
El sentido de la vida es, todas las mañanas, salir descalzo a mi terraza con una taza de café en la mano y un cigarrillo en la otra, y terminar de ver como el amanecer rompe la noche, mientras pienso casi sin palabras, como un murmullo cerrado que, a pesar de provenir de mi cabeza, se desvía para pasar por el corazón.
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Hace ya un par de semanas que fui a ver a ver a Joan Manuel Serrat –el Nano, para los amigos– al Gran Rex. Lejos de sumar una crónica pelotuda más a la sarta de boludeces que se escriben y publican cada vez que viene, contando y volviendo a contar lo que todos ya sabemos, y lo que, por alguna razón inexplicable, a los viejos fans nos gusta volver a leer, sentí una necesidad irreprimible de decirle algunas cosas, en primera persona. Como no me gusta parecerme a las viejas ultramaquilladas que le gritan “Lindo!” desde la tribuna, ni a los cuarentones con pancita cervecera –a los que me parezco involuntariamente– que aportan la típica estridencia al grito de “¡Ídolo!”, y tampoco me parece que lo que tengo que decir sea tan trascendental, decidí escupir mis pavadas así, y tirarlas por la red, para que las lea el que se le canten las pelotas, y el que no, no.
Y dice así:
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Hola, mi amor. Hola chiquitín. Pasaron solamente dos días desde tu cumpleaños, y hoy te escribo bajito porque estás del otro lado de esa puerta, y no quiero que me escuches susurrar las palabras que se me desparraman cada vez que el sol da otra vuelta alrededor de la tierra (sí, alrededor de la tierra, y sí, el sol). Te escribo bajito porque una vez más llegué tarde a nuestra cita anual, porque mis palabras, esta vez, prefirieron una cena contigo a un par de horas a solas con mis pensamientos. Vos crecés y yo también, mi amor. ¿Y sabés qué? Ya no siento culpa cuando llego tarde a este encuentro. Aprendí que estas cartas anuales son un valor a futuro, y el futuro, mi amor, no tiene prisa. Para el futuro no hay ninguna diferencia entre el jueves y hoy. El futuro espera, pero tu día no. Tu día necesita ser ese mismo día, esa misma hora, y está bien que así sea.
A medida que vos y tu hermano crecen, mi amor, se me hace más difícil, porque voy descubriendo que el amor de padre, ese que es tan intenso, ese que no te deja pensar, que te duele en el pecho cuando sostenés a tu bebé por primera vez, ese que bloquea las palabras, que impide ser descrito porque es un sentimiento agónico y brutal, espeso, poblado de fantasmas barbudos y de miedos sin apellido, ese amor que suponía inalterable, un bloque de granito indestructible, ese mismo amor, de repente, empieza a revelar de a poco que puede cambiar. Que cambia, de hecho. Que muta, evoluciona, florece con aristas de colores vivos, inventa nuevos puntos de vista, provee riquezas difíciles de sospechar, respuestas a adivinanzas que nunca supe decir. Te digo esto porque para mí, estas cartas cumpleañeras no son sino un hito marcado en el tiempo que me obliga a sentarme y, por unas pocas horas, pensar exclusivamente en vos, compararte con vos mismo hace un año, y escuchar en silencio lo que tu crecimiento me dice. Y cómo no, en ese ejercicio también me examino yo, como padre y como hombre.
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Es muy difícil, mi amor, explicar el orgullo de un padre, pero es más o menos como hacer diez mil goles en un solo partido de fútbol, o como resolver el Cubo de Rubik en diez segundos, con los ojos vendados y utilizando los dedos de los pies. Es casi como ser Batman y Superman y Spiderman, todos juntos, y con el sentido del humor de Tony Stark y la inteligencia de Sherlock Holmes. Es como ser Messi, pero con poderes para volar y viajar en el tiempo, como tener las respuestas a todas las preguntas y saber todos los chistes buenos del mundo.
Desisto. No soy capaz de decírtelo. No sé contarte el orgullo que siento cuando te miro, la lentitud con la que se me derrite el pecho, el renuncio de mi piel cuando te abrazo, el dolor interno de mis ojos cuando te veo llorar. No puedo, con la pobreza de mi lenguaje torpe y arcano, hacerte saber la conmoción de mis piernas cuando te veo correr, el incendio indomable de mis órganos internos cuando me llegan tus notas, y la conmoción catastrófica de mi centro de gravedad cuando soy testigo de lo que te quieren tus amigos, del lugar en el mundo que, esta vez sin mi ayuda, supiste ganarte por derecho.
Hoy cumplís diez años, mi amor, y eso nos obliga, como todos los años, a vos y a mí, a sentarnos cara a cara, a decirnos ahora lo que dentro de otros diez años –cuando seas lo suficientemente grande para entenderlo– ya no recordaremos, a hablarnos a calzón quitado, sin artificios.
Y cada año es más difícil, mi amor.
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Supongo que, a esta altura de mi vida, ya no es un secreto para nadie que una gran parte de las oscuras vetas desaliñadas, las informalidades profundas que me suelen asaltar en público y los desmanes que a veces patrocino con insano entusiasmo son, en realidad, producto involuntario de un cruel signo hereditario: un gran porcentaje de mi familia proviene del mundo del teatro.
No es que el teatro tenga nada de malo en sí mismo –nada más lejano a mis creencias–, pero como obra en sano conocimiento de cualquier persona de bien, especialmente en estos tiempos infames que nos toca vivir, los artistas en general y los actores en particular, son un gremio frecuentemente integrado por malhechores, zafios, libidinosos, patanes de vida disoluta y rufianes de baja calaña. Vamos, personas que ni van a misa los domingos ni se ponen corbata. Como mi hermana, la menor, de quien las malas lenguas han llegado a decir hasta que vive en pecado con un señor que ni es su marido ni nada. Y eso que en su casa no hay más que un dormitorio, ya saben a qué me refiero.
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Las bodas son una de las cosas más raras del mundo. Aparentemente, todos entendemos lo mismo ante la palabra boda. Son dos personas que se casan. Eso es fácil. Lo entienden así las abuelas de los novios, y lo entienden de la misma manera los sobrinitos, los amigos y los vecinos cotillas. Todos sabemos que de ahora en adelante van a vivir juntos, y se les supone amor, compañerismo, solidaridad y descendencia.
Sin embargo, si nos metemos un poquito más a fondo en la idea, los católicos imaginarán una ceremonia eclesiástica, los gitanos probablemente una fiesta de varios días hasta caer de cansancio, los judíos una ceremonia en su templo, los intelectuales de izquierda una ceremonia civil, y aunque desconozco sus costumbres, probablemente los Indios Navajos bailarán a la luz de la luna con el torso desnudo y la cara pintada, y así cada cual lo que más le guste. Entonces para un concepto tan simple, en el que todos estamos de acuerdo sobre sus implicaciones, es altamente probable que tengamos tantas ideas como invitados.
Y eso es algo que celebrar, porque es parte de lo que nos hace diversos.
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Nada lava mejor la cara que el llanto, hermano. Te hablo de igual a igual, Gabo, pero no porque sea capaz de la herejía de pensarme escritor como vos, sino porque desde que mis recuerdos son casi de hombre (estaba lejos de serlo cuando te leí la primera vez, y desde entonces lo hice tantas otras que no vale la pena intentar contarlas) estás conmigo, susurrándome frases secretas, verbos privados, silencios repletos de conceptos.
Te hablo así, Gabo, sin ningún respeto, porque tengo la piel marchita y la sangre negra, porque necesito levantar las baldosas con las uñas, cagarme en la puta madre que los parió a todos y vengar tu muerte palabra a palabra, sonido a sonido, vocal a vocal. Necesito gritarte, Gabo, preguntarte porqué ahora, porqué hoy y no mañana, cuándo fue que sentiste que tus palabras eran ya suficientes para los que nos quedamos de este lado.
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Supongamos que esto no es un post, ni un artículo, ni siquiera una confesión. Supongamos que es un ejercicio de suposiciones encadenadas.
Ahora supongamos que tengo una amiga muy querida, y que como es un poco fóbica, suponemos que se llama Ve Efe en lugar de suponer su nombre real. Supongamos que, de todos los que leen esto, algunos creen darse cuenta de quién hablo ―lo que es imposible, porque se trata de una suposición, pero siempre hay equivocados dispuestos a compartir su error con el mundo―; y que, bajo ese supuesto, suponemos que van a guardarse para sí la certeza de suponer que saben.
Supongamos que conocí a Ve Efe hace veinticinco años.
Son muchos años.
Muchísimos.
En mi suposición, cuando conocí a Ve Efe, más que amigos éramos compañeros de colegio, y de una cosa que suponíamos que era militancia. Y entonces supongamos que me detengo un segundo para recordar cómo supongo que era ella. No es necesario, porque esta no es una suposición sobre pasado y nostalgia, sino sobre presente rabioso, pero vale la pena un repaso rápido, porque esta suposición trata también sobre las sorpresas que a veces, sin quererlo, suponen una diferencia real en la vida de la gente.
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Hola, Enano Cabezón. Hola, mi amor. Parece mentira, hace ya cinco años de mi primera carta, de la primera vez que deshice mis pobrezas de hombre sobre un papel, para decirte verdades de padre. Entonces eras una cabeza con dos ojos redondos, grandes, expresivos, volcados de ternura y dulzura, sostenida en equilibrio precario por un cuerpito de pichón. Eras todo amor y bracitos buscando mi cuello, carita rozando mi barba, risa explotando en mis oídos.
Solamente cinco años después, ya no sos tan enano, mi amor, y desde luego ya no sos tan cabezón. Pero a mí me gusta decirte Enano Cabezón. Me gusta porque es un juego nuestro, privado, egoísta y a la vez cómplice. Tuyo y mío. Me gusta porque me hace acordar a tus ojos como dos doblones de a cuatro, que eran asombrados, curiosos y derrochaban ternura. Me gusta porque, aunque me duela, empiezo a ver cómo se acerca el día en que vos y tu hermano ya no van a ser niños ni enanos ni cabezones ni míos, sino dos adolescentes en pie de guerra, con el mundo y conmigo. Y está bien que así sea, cabezón. Es ley de vida.
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Hola otra vez, mi amor.
Por primera vez en los últimos cuatro años, desde que vos, sin saberlo, y yo, plenamente consciente, iniciamos esta tradición ridícula en la que cada año, para tu cumpleaños, te escribo una carta voraz y egoísta que no vas a leer hasta que seas grande, llego tarde a este encuentro impostergable, y por supuesto, me devora la culpa.
Todos los años espero con ansiedad el momento de sentarme a escribirte. Es un hito anual en el que vuelvo a pensarte desde el principio, como hijo y como persona, y vuelvo a pensarme a mí, como padre y como hombre. Es uno de los grandes momentos del año, porque aunque no lo creas, mi amor, una de las enormes frustraciones de la paternidad es, a veces, no poder ser sincero con los hijos, en aras de su edad, de que no están listos, de todo lo que, supuestamente, no saben. Por eso este espacio, donde te digo ahora mismo las cosas que no puedo decirte, las que quiero que sepas en el futuro con palabras del presente, las que me prometo a mí mismo no permitir que caigan en el olvido.
Lo espero con ansiedad, te decía, y usualmente escribo esta carta varios días antes de que llegue tu cumpleaños.
¿Por qué este año no?
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