Hola Pablo, hola hijo, hola, mi amor. En muchas otras de mis cartas te llamo simplemente “mi amor”, pero algo me dice que estás grande para eso, que al hombrecito que amanece en tu cuerpo le incomoda esa cercanía, ese padre que te quiere como niño, como hombre, como hijo. Y lo entiendo, hijo, lo entiendo. Creeme que lo entiendo, que pasé por eso, que una vez tuve bajo la piel a un hombre incipiente, un grito en el pecho buscando salida, una rebelión desatada en las venas.
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El sentido de la vida, el universo y todo lo demás es, sin ningún género de dudas, 42. Desde antes y por supuesto después de Douglas Adams. Si se le pregunta adecuadamente, hasta Google responde 42.
Y hoy cumplo 42.
Por primera vez en mi vida, después de tantas guerras inútiles, tanta batalla a brazo partido, algunas victorias fugaces, y mucho, mucho amor desparramado, la primera y la última pregunta del día ya no deben ser sobre el sentido de la vida. Quizás ya no deben ser preguntas.
Quizás sea hora de algunas respuestas. Desafectadas, reales, sin más información que la necesaria. Si al final de la historia solamente se puede establecer con total seguridad que seis por nueve es cuarenta y dos, entonces, definitivamente, la vida, el universo y todo lo demás están repletos de sentido.
El sentido de la vida es, todas las mañanas, salir descalzo a mi terraza con una taza de café en la mano y un cigarrillo en la otra, y terminar de ver como el amanecer rompe la noche, mientras pienso casi sin palabras, como un murmullo cerrado que, a pesar de provenir de mi cabeza, se desvía para pasar por el corazón.
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Nada lava mejor la cara que el llanto, hermano. Te hablo de igual a igual, Gabo, pero no porque sea capaz de la herejía de pensarme escritor como vos, sino porque desde que mis recuerdos son casi de hombre (estaba lejos de serlo cuando te leí la primera vez, y desde entonces lo hice tantas otras que no vale la pena intentar contarlas) estás conmigo, susurrándome frases secretas, verbos privados, silencios repletos de conceptos.
Te hablo así, Gabo, sin ningún respeto, porque tengo la piel marchita y la sangre negra, porque necesito levantar las baldosas con las uñas, cagarme en la puta madre que los parió a todos y vengar tu muerte palabra a palabra, sonido a sonido, vocal a vocal. Necesito gritarte, Gabo, preguntarte porqué ahora, porqué hoy y no mañana, cuándo fue que sentiste que tus palabras eran ya suficientes para los que nos quedamos de este lado.
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