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españa | Federico Firpo Bodner
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11873718_936502743077543_3645583162041153569_n            Todos los 16 de Octubre tenemos la misma conversación, mi amor. Vos me mirás con dos ojos que parece que van a romperse de lo grandes que son, y con la sonrisa de siempre, que resplandece de blanco en las paredes, anunciando que las va a resquebrajar por su brillo, por el sol, por la luz de tu sonrisa. Y entonces, mi amor, solamente entonces, una vez que te raspé la carita con besos de padre sin afeitar, una vez que tus ojos rebotaron para mí la felicidad única de sentirte especial, de saberte tocado por la singularidad de ser el punto exacto que marca otra vuelta de la tierra al sol, una vez que nuestras manos se sueltan, te cuento sobre el día en que naciste. Todos los años. La misma historia. Casi con las mismas palabras.

Y, para vos, todos los años, es especial.

Te cuento cómo se llevaron a Mamá. Cómo no me dejaron entrar porque era una cesárea. Te describo el pasillo solitario y frío del hospital a las tres de la mañana, y cómo salió una enfermera con vos en brazos, y me pidió que te sostuviera mientras cosían a Mamá.

 

Lo que te cuento, en realidad, es cómo pasamos juntos, a solas, tu primera media hora en este mundo.

 

Eso sí que es especial.

 

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carta_hogwartsHola, hijo. Hola, mi amor. No te enojes, todos los años, en mi carta por tu cumple, te digo “Hijo” y te digo “Mi amor”. El género epistolar está lleno de formalidades, de encabezados que son así, y despedidas que son de esta otra manera, y a esta altura, con tus once añitos, a veces me da miedo avergonzarte un poco cuando te hablo así, pero en mis cartas para vos no hay formalidades, sino rituales. Y aunque cumplas once, y eso te haga ser casi tan tonto como un hombre adulto, necesito pedirte, de hombre a hombre, que me permitas esos rituales, porque es en esas palabras, mi amor, cuando puedo transportarme al bebito que una vez fuiste, a tus eructos agrios de leche materna semidigerida, a tus bracitos buscando mi cuello… Y ¿sabés una cosa? Necesito de esos rituales para sentarme, una vez por año, a escribirte una carta por tu cumpleaños. No los necesito para saber qué decir, ni los necesito para conectar con vos o con lo que siento. Los necesito como un perro necesita mear un alambrado para marcar su territorio. Los necesito como un país necesita soldados para proteger sus fronteras. Los necesito como una loba necesita matar por sus cachorros. Necesito de esos rituales, mi amor para, por este ratito en el que yo te hablo y vos escuchás, establecer más fuerte que nunca que soy tu padre, y también para reconocer ante mí mismo que eso no significa nada si no viene con el desastre glandular que me ocurre cuando te abrazo, con el dolor en el pecho que me produce tu angustia, con la felicidad instantánea que me da tu risa cuando explota por fuera de tu boca, con el placer de mirarte, de saber que estás creciendo, que te estás haciendo hombre mejor que yo. Ojalá un día, mi amor, tengas hijos, y entonces puedas recordar en mis palabras que ser padre no quiere decir nada. Lo que tiene significado en la vida de un hombre es la cantidad de miedo, pasión, felicidad y dolor que se siente, ser desbordado desde el pecho hasta los dientes, saberse potencialmente superado por los hijos, y al mismo tiempo tener que continuar a cargo, dirigiendo una vida sin haber podido ensayar cómo se hace, sin vida extra, sin espacio para el error, y sin embargo cometiendo uno tras otro. Ser padre es permitirle a tu corazón irse a vivir fuera de tu pecho, y morir en cada lágrima de tus hijos.

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42El sentido de la vida, el universo y todo lo demás es, sin ningún género de dudas, 42. Desde antes y por supuesto después de Douglas Adams. Si se le pregunta adecuadamente, hasta Google responde 42.

Y hoy cumplo 42.

Por primera vez en mi vida, después de tantas guerras inútiles, tanta batalla a brazo partido, algunas victorias fugaces, y mucho, mucho amor desparramado, la primera y la última pregunta del día ya no deben ser sobre el sentido de la vida. Quizás ya no deben ser preguntas.

Quizás sea hora de algunas respuestas. Desafectadas, reales, sin más información que la necesaria. Si al final de la historia solamente se puede establecer con total seguridad que seis por nueve es cuarenta y dos, entonces, definitivamente, la vida, el universo y todo lo demás están repletos de sentido.

El sentido de la vida es, todas las mañanas, salir descalzo a mi terraza con una taza de café en la mano y un cigarrillo en la otra, y terminar de ver como el amanecer rompe la noche, mientras pienso casi sin palabras, como un murmullo cerrado que, a pesar de provenir de mi cabeza, se desvía para pasar por el corazón.

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serratHace ya un par de semanas que fui a ver a ver a Joan Manuel Serrat –el Nano, para los amigos– al Gran Rex. Lejos de sumar una crónica pelotuda más a la sarta de boludeces que se escriben y publican cada vez que viene, contando y volviendo a contar lo que todos ya sabemos, y lo que, por alguna razón inexplicable, a los viejos fans nos gusta volver a leer, sentí una necesidad irreprimible de decirle algunas cosas, en primera persona. Como no me gusta parecerme a las viejas ultramaquilladas que le gritan “Lindo!” desde la tribuna, ni a los cuarentones con pancita cervecera –a los que me parezco involuntariamente– que aportan la típica estridencia al grito de “¡Ídolo!”, y tampoco me parece que lo que tengo que decir sea tan trascendental, decidí escupir mis pavadas así, y tirarlas por la red, para que las lea el que se le canten las pelotas, y el que no, no.

Y dice así:

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mordorEs 31 de diciembre. El año es una anécdota, pero lo que es verdaderamente trascendental, lo que importa por sobre los guarismos y la numerología habitual de fin de año, lo que trasciende al encanto helado de los números redondos, es que Buenos Aires llueve en medio de un sopor difícilmente justificable. Escribo con un cigarrillo en los labios, y en el límite periférico de mi visión detecto que mi piel se abrillanta de un sudor perlado, espeso y desagradable; mientras, por mi ventana, da la sensación de que los peces podrían volar por el aire, que miles de millones de toneladas de hierro y cemento necesitan exhalar un suspiro volcánico, un rugido húmedo y caliente, casi mortal, para subvertir a la ciudad entera con su disconformidad, con sus conductores indolentes capaces de atropellar un carrito de bebé, con los pasos de peatones inútiles decorando la calzada como la sonrisa burlona y triste de un piano desdentado e inútil, con sus colas interminables, voces que se alzan en protesta por la espera, por el maltrato, por el clima, por el gobierno, por la oposición, por el precio de las arvejas, por lo que está bien y por lo que está mal.

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mucha_mierdaSupongo que, a esta altura de mi vida, ya no es un secreto para nadie que una gran parte de las oscuras vetas desaliñadas, las informalidades profundas que me suelen asaltar en público y los desmanes que a veces patrocino con insano entusiasmo son, en realidad, producto involuntario de un cruel signo hereditario: un gran porcentaje de mi familia proviene del mundo del teatro.

No es que el teatro tenga nada de malo en sí mismo –nada más lejano a mis creencias–, pero como obra en sano conocimiento de cualquier persona de bien, especialmente en estos tiempos infames que nos toca vivir, los artistas en general y los actores en particular, son un gremio frecuentemente integrado por malhechores, zafios, libidinosos, patanes de vida disoluta y rufianes de baja calaña. Vamos, personas que ni van a misa los domingos ni se ponen corbata. Como mi hermana, la menor, de quien las malas lenguas han llegado a decir hasta que vive en pecado con un señor que ni es su marido ni nada. Y eso que en su casa no hay más que un dormitorio, ya saben a qué me refiero.

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40ymasSegún parece ser, la vida no es más que una sucesión de momentos pegados uno atrás de otro, un tren interminable de vagones en un carnaval de colores vivos. Buenos, malos, regulares, excelentes, horribles… Algo así como una sopa descontrolada, una hilera de hormigas borrachas que deambulan sin ton ni son, en pos de un objetivo que desconocen, pero que a pesar de eso parece absurdamente claro. Sin embargo, en lo caótico de esa serie de momentos a veces creemos encontrar un patrón, algo así como la dirección en la que va la vida, un dibujo con sentido en un lienzo colorido dibujado por un chimpancé demente, y otras veces aparecen puntos marcados y claros, hitos importantes. Un nacimiento, una muerte, un primer beso robado en el banco de una estación, una pelea de proporciones dantescas, un equipo de fútbol campeón contra todo pronóstico.

De esos momentos memorables que nos ofrece la vida, esas chinches rojas que marcan para siempre lugares específicos en un mapa desquiciado y caótico, la inmensa mayoría nos toman más o menos por sorpresa. No sabemos, al empezar el colegio, el día exacto en que terminará, ni conocemos de antemano, a pesar de las ecografías y las predicciones de médicos a sueldo, el momento en el que nacerán los hijos. Es imposible adivinar detrás de qué esquina nos alcanzará el amor, o el día preciso en el que un cuerpo expuesto en un cajón de madera nos hará entender de una vez por todas que nadie es inmortal.

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En la Argentina de mi niñez, todo el mundo jugaba al ProDe. Existían loterías, quinielas y hasta recuerdo la aparición de los rascas instantáneos para pobres impacientes, pero la estrella de los juegos de apuestas era el ProDe. La espantosa sigla ―haciendo honor al gusto argentino por los acrónimos, nomenclaturas y contracciones idiomáticas obtusas― no significa otra cosa que “Pronóstico Deportivo”. Lo que en España es la quiniela, vamos. Consistía en adivinar, entre Local, Empate o Visitante, los resultados de trece partidos de fútbol de la semana, disponiendo de dos “dobles”, o chances de marcar, para un partido específico, dos resultados de los tres posibles.

Pero el mundo era muy diferente en esa época. Con el dinero que gano yo mensualmente hoy, seguramente vivirían cuatro familias de entonces, mientras que nosotros no llegamos a fin de mes. En esos tiempos, al menos en mi casa, las posibilidades de jugar al ProDe eran escasas, y además mi padre nunca fue especialmente jugador. Sin embargo, recuerdo con mucha precisión la primera vez que me permitió rellenar una boleta, a ver si le daba suerte. Yo tendría por entonces siete u ocho años, y me tomé la tarea con absoluta seriedad. Primero porque un futuro de riqueza inimaginable para toda mi familia dependía solamente de mí; y segundo porque yo era consciente de poseer un arma secreta que la mayoría de los adultos del mundo desconocían: la fría lógica.

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El 11 de Julio de 2010 España conseguía por primera vez en su historia coronarse como Campeona Mundial de Fútbol. Una historia no exenta de sangre, entre la que podemos encontrar campañas de exterminio en las Indias, un imperialismo salvaje que paseó su sed de sangre y oro por casi todo el mundo, y la soberbia intachable de llevar a todos los confines la palabra de Dios.

Desde mi ventana, el cántico coral de “Soy Español, Español, Español” rompía la noche, impidiendo dormir a mis hijos. Era entonado por cientos de gargantas de mis vecinos, los mismos que hoy, día de las elecciones catalanas entintadas de independentismo, decoran sus balcones con banderas de guerra soberanista. No puedo evitar llegar a la triste conclusión de que estamos más dispuestos a unirnos a razón de una victoria deportiva que para encontrar un camino conjunto que nos saque de la miseria y la crisis, para expulsar a los falsos líderes que capitanean la destrucción y la caída en desgracia de esta España en la que, mientras algunos toman malas decisiones a conciencia, y otros cubren la papeleta de la protesta, la gran mayoría simplemente observa, moviendo negativamente la cabeza e implorando en secreto no ser el siguiente.

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Es inevitable. Así como el olor de las almendras amargas le recordaba al doctor Juvenal Urbino el destino de los amores contrariados, a mí, algunas veces, cuando la realidad se revela con una sorpresa y me invita a una nueva etapa, se me revuelve el alma tanguera y feroz; un dos por cuatro dibujado en el aire con una sonrisa y un silencio, y más argentino que nunca, sonrío de lado porque nunca, nunca, vi a nadie bailar un tango de verdad mordiendo un clavel – es una fantasía tan enteramente gringa que a veces nos la creemos hasta los argentinos -, pero ahora mismo, si tuviera a mano ese clavel, me comería sus pétalos a mordisquitos suaves, saboreándolo.

 

Chorro. Chorro porque sin disimulo ni arrepentimiento, me dispongo a robarles, durante un ratito, el silencio de las mañanas de los lunes. Apertrechados en algunas magias de abnegados chamanes tecnológicos y vibrantes palabras lanzadas al aire, un grupo de argentinos hace desde 2009 un programa de radio en España. Se llama, cómo no, Cambalache, y solamente dos años después es la referencia principal durante las mañanas de radio para los argentinos en la Península Ibérica.

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