Como todos los años por estas fechas, aquí en el viejo continente está a punto de comenzar la liga de fútbol. Y yo, como últimamente me da por hacer, frente a los temas mundanos de la vida, reflexiono y rescato de lo más profundo mis primeros recuerdos futboleros. Los jugadores siempre fueron queridos, endiosados y privilegiados. Sin embargo, cuando yo era niño, el fútbol – valga el machismo irrenunciable de la expresión – era un deporte de hombres. No era que no llevaran el pelo largo, ni que no simulasen un poco al recibir una falta. Ni siquiera era que los futbolistas gays no salieran del armario – como, por otra parte, hoy en día continúa sin suceder -, simplemente se trataba de que eran hombres de carne y hueso, que se ganaban bien la vida jugando al fútbol, un deporte noble, que embanderaba los méritos del trabajo en equipo, del juego colectivo y en general los valores del deporte. Todo un ejemplo para los niños y para el ciudadano medio. Y no se trata de que no hubiera cosas condenables, por ese entonces, en el mundo del fútbol. Había excesiva violencia (tal vez más que ahora), y en el año 1981, por ejemplo, el traspaso de Diego Armando Maradona al Fútbol Club Barcelona se cifró en la astronómica suma de ocho millones de dólares. Una auténtica obscenidad para la época, aunque incomparable con los noventa y seis millones de euros que pagó el Real Madrid por el pase de Cristiano Ronaldo.
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