Fin de año en Mordor
En la Argentina de mi niñez, todo el mundo jugaba al ProDe. Existían loterías, quinielas y hasta recuerdo la aparición de los rascas instantáneos para pobres impacientes, pero la estrella de los juegos de apuestas era el ProDe. La espantosa sigla ―haciendo honor al gusto argentino por los acrónimos, nomenclaturas y contracciones idiomáticas obtusas― no significa otra cosa que “Pronóstico Deportivo”. Lo que en España es la quiniela, vamos. Consistía en adivinar, entre Local, Empate o Visitante, los resultados de trece partidos de fútbol de la semana, disponiendo de dos “dobles”, o chances de marcar, para un partido específico, dos resultados de los tres posibles.
Pero el mundo era muy diferente en esa época. Con el dinero que gano yo mensualmente hoy, seguramente vivirían cuatro familias de entonces, mientras que nosotros no llegamos a fin de mes. En esos tiempos, al menos en mi casa, las posibilidades de jugar al ProDe eran escasas, y además mi padre nunca fue especialmente jugador. Sin embargo, recuerdo con mucha precisión la primera vez que me permitió rellenar una boleta, a ver si le daba suerte. Yo tendría por entonces siete u ocho años, y me tomé la tarea con absoluta seriedad. Primero porque un futuro de riqueza inimaginable para toda mi familia dependía solamente de mí; y segundo porque yo era consciente de poseer un arma secreta que la mayoría de los adultos del mundo desconocían: la fría lógica.
El sistema era sencillo. Yo no sabía nada de fútbol, pero estaba seguro de poseer una dosis privilegiada de sentido común, por lo tanto, era obvio que, entre Ferro y Tigre, ganaría Ferro, y que Rosario Central, aunque visitante en la cancha de Huracán, no podía perder porque su camiseta tenía los mismos colores que la de Boca. Además, me parecía tan justo que nos tocara a nosotros, que el destino tenía el deber de confabularse para favorecer los resultados de mi apuesta. Los pocos partidos de segunda eran más difíciles, porque siempre cuesta saber cuál de los débiles es el más fuerte, así que el Arsenal seguramente empataría con Dock Sud. Ni siquiera se podía considerar un resultado distinto al triunfo de Boca frente a Independiente, y el problema venía cuando había que acertar el resultado del encuentro que jugaría River Plate, visitante en la cancha de San Lorenzo de Almagro. La felicidad de la nación, de la mitad más uno bostera, xeneize, azul y oro, exigía la derrota indiscutible de las gallinas, pero la fría lógica decía que era un equipo fuerte, así que lo solucioné utilizando un doble, para apostar por el triunfo de San Lorenzo o el empate.
Acerté tres. Tres de trece. Un desastre.
Una vez superado el revés propinado por el azar, lo que verdaderamente me sorprendió fue descubrir que el mundo no funcionaba de acuerdo a la lógica. Mis razonamientos para pronosticar los resultados habían sido exhaustivos y correctos, y mi merecimiento del premio no era menor: lo justo hubiese sido ganar.
Treinta años después, la España próspera a la que me vine a vivir hace ya una docena, constituye un auténtico desafío a la fría lógica que, a pesar de haber demostrado en mil y una ocasiones que los motivos que hacen girar el mundo se cagan en ella, yo sigo porfiando en utilizar para intentar entender la realidad.
Asomándome a los cuarenta, me resisto a aprender que la justicia no tiene nada que ver con el sentido común, que en el juego despiadado de la vida no ganan quienes más lo necesitan, sino quienes tienen siempre las mejores cartas. De todos los finales de año que pasaron desde que vivo en España, este es el más triste.
La opulencia económica de hace algunos años se derrumba selectivamente, arrastrando, como siempre, a los que menos tienen. Mientras tanto, el Estado se desfigura. Con velocidad directamente proporcional a la que pierde su papel de benefactor, de papá obligatorio para los ciudadanos, se coloca en el dedo medio el anillo único y lo levanta con obscenidad hacia los votantes. Los niveles de violencia policial, de represión estatal, de censura contra la presa, de intento de manipulación de la información y la opinión pública superan los de muchos regímenes dictatoriales.
Los espectros de Mariano Rajoy no pierden ni un minuto. El Rey Brujo dirige el Ministerio de Justicia, y sus nuevas tasas judiciales (la obligatoriedad de pagar una tasa de 200 € para recurrir una multa de 100, por ejemplo) aseguran al fin el papel real de la justicia en un Estado represor: garantizar a los ricos que los pobres no podrán demandarlos, liberando así los tribunales para que los bancos puedan seguir tramitando con comodidad las casi cuatrocientas ejecuciones diarias de hipotecas que se hacen a día de hoy en España.
Mientras tanto, entre los Capitanes del Oeste, la división es total. La oposición es una farsa lamentable, que hace sentir vergüenza ajena. En medio de la debacle, algún tarado egocéntrico confunde la rabia de la población con adoración por su imagen, y encabeza un proceso divisor centrado en su persona, que hace fracasar estrepitosamente no sólo las aspiraciones independentistas que en Catalunya tienen algunos, sino ―y aún más grave desde mi punto de vista― a todos los demás, otorgándole al gobierno de Mordor un triunfo inesperado.
Mariano Rajoy besa la bandera de España. No, la del escudo no, la del águila, mientras con los ojos brillantes en medio de una mueca desencajada, susurra para sí mismo: “Mi tessssssoro”.
Eso sí, las lucecitas de navidad no faltan en ninguna gran ciudad, que hay que tener contentos a los medianos, y ésos solamente son felices con golosinas, cerveza y baile. No necesitan más.
Mientras tanto, Angela Merkel grita a los cuatro vientos sus órdenes, que los líderes del mundo libre repiten a coro:
Tres mil millones para los reyes banqueros en quiebra
Siete mil para los políticos en palacios de piedra
Nada para los hombres mortales, condenados a morir
Todo para un futuro oscuro, en un país en ruinas
En la tierra de Mordor, donde se tocan las castañuelas
Una hipoteca para gobernarlos a todos. Un juez para desahuciarlos.
Un crédito para atraerlos a todos y atarlos en la pobreza.
En la tierra de Mordor, donde se tocan las castañuelas.
Pero una vez más, la fría lógica no será la que acuda al rescate. Esta vez, no hay Frodo que valga, y así como utilizándola no gané el ProDe cuando tenía ocho años, hoy sé que no habrá héroes dispuestos a rescatarnos.
Esta vez, indiscutiblemente hace falta una alianza última de hombres y mujeres de verdad, que dispuestos a desafiar a la fría lógica, hagan todo lo contrario a lo que les aconseja el miedo: salir a la calle armados de sus sueños y su dignidad, dispuestos a pelear hasta la muerte sin esperanza, sólo para evitar el triunfo del mal, sólo para conseguir ganar, al menos, tres de trece.
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Jo…cuanta razón llevas en este artículo, como en otros similares que nos has hecho llegar. Las verdades duelen, pero habría que afrontarlas con esa valentía que esta cada día mas por los suelos a causa de golpes, corrupciones y otros abusos, que nuestro gobierno nos esta brindando cada día con sus milongas y luces Navideñas. Yo a esto le llamo: El caos mas irreversible que ha tenido nuestro País, desde hace setenta años…
Muy bueno, Federico!