Tacuarén
Según parece ser, la vida no es más que una sucesión de momentos pegados uno atrás de otro, un tren interminable de vagones en un carnaval de colores vivos. Buenos, malos, regulares, excelentes, horribles… Algo así como una sopa descontrolada, una hilera de hormigas borrachas que deambulan sin ton ni son, en pos de un objetivo que desconocen, pero que a pesar de eso parece absurdamente claro. Sin embargo, en lo caótico de esa serie de momentos a veces creemos encontrar un patrón, algo así como la dirección en la que va la vida, un dibujo con sentido en un lienzo colorido dibujado por un chimpancé demente, y otras veces aparecen puntos marcados y claros, hitos importantes. Un nacimiento, una muerte, un primer beso robado en el banco de una estación, una pelea de proporciones dantescas, un equipo de fútbol campeón contra todo pronóstico.
De esos momentos memorables que nos ofrece la vida, esas chinches rojas que marcan para siempre lugares específicos en un mapa desquiciado y caótico, la inmensa mayoría nos toman más o menos por sorpresa. No sabemos, al empezar el colegio, el día exacto en que terminará, ni conocemos de antemano, a pesar de las ecografías y las predicciones de médicos a sueldo, el momento en el que nacerán los hijos. Es imposible adivinar detrás de qué esquina nos alcanzará el amor, o el día preciso en el que un cuerpo expuesto en un cajón de madera nos hará entender de una vez por todas que nadie es inmortal.
Pero existe un hito que, por un azar absurdo de la cultura occidental, todos conocemos con demasiada anticipación. Un hito que sabremos que vendrá inexorablemente, y al que tememos y esperamos por igual: el cumpleaños número cuarenta. Los tacuarén, para los amigos.
Tacuarén está teñido del disfraz popular del comienzo de la vida. Está impregnado de excusas que nos permitan asumir que va siendo hora de comprender que ya no vamos a cambiar el mundo, ni a liderar la revolución que transforme la sociedad para siempre. Un consuelo consensuado para no pensar en todo el tiempo que pasó, el perdido y el aprovechado, los días mirando el techo que ya no volverán y los momentos mágicos, tan escasos y por eso tan preciados.
Tacuarén es, también, la primera sospecha certera de que es posible que haya pasado ya la primera mitad de la vida. O no. Es posible que todas las barajas importantes de la vida estén jugadas. O no. Es altamente probable que las primeras veces de un montón de primeras cosas aún no vividas no lleguen ya nunca. O no.
Es imposible no sentir que los tacuarén son una frontera, una línea trazada en el instante de nacer, destinada a no poder ser cruzada sin entonar en el umbral un profundo mea culpa. Al menos para mí. No soy capaz de sentir que llego limpio a ese hito tan absurdamente arbitrario y al mismo tiempo tan fuerte, si no hago primero una cuenta de resultados, un racconto vital de mis sueños, mis derrotas, mis elecciones, mis errores y mis aciertos. Pero no es ese el propósito de este texto. Semejante lista de barbaridades no le interesa a nadie.
La pregunta es si valió la pena.
Por alguna razón que a esta altura no me importa demasiado, me empeñé en cumplir los tacuarén en Buenos Aires, trayendo en este viaje a mi familia. Necesitaba juntar a las personas realmente importantes de mi vida en España con las personas realmente importantes de mi vida en Argentina. Y si bien nunca están todos, parece que lo conseguí, o al menos me acerqué muchísimo.
Entonces es el momento, ahora mismo, en este instante, de hacerme la pregunta principal.
Pero primero pienso en los días previos, el lento final de los treintitodos, en la llegada a Buenos Aires, en el abrazo con mis hermanos (los que están), en el encuentro con mis amigos más íntimos (faltan algunos realmente importantes, pero nunca se puede todo), en la sucesión de asados, encuentros, bares, cafés, plazas, besos, manos, ojos, palabras, lluvias y soles tímidos, perros perroflautas y, sobre todo, amigos.
Son, indiscutible y matemáticamente, tacuarén, y no es posible no conmoverme. No es posible que no acudan a mi pecho las partidas y las llegadas, los abrazos, los adioses, los hasta siempre y los todavías, las peladas incipientes, las canas y las nuevas arrugas en los ojos, las barrigas indomables, las cinturas ensanchadas, las caderas expandidas y los pares de tetas que lentamente comienzan a ceder al envite imparable de la gravedad.
Tacuarén, y sin embargo, es brutalmente evidente que todos somos los mismos, que el tiempo nos perjudica el aspecto, nos erosiona la piel, nos reduce la fuerza y nos limita el alcance, pero a pesar de eso, también nos profundiza las emociones, nos reafirma en los amores indelebles, nos respeta la mejor parte de nuestra energía, nos permite recuperarnos una y otra vez, tanto para la memoria como para el presente, de igual manera para la ausencia que para la presencia, y sobre todo, haga lo que haga, pase lo que pase, es siempre el amor el que prevalece, el que sale victorioso, el que no desaparece, el que a pesar de que las tetas lleguen a las rodillas y las panzas crucen a la vereda de enfrente, no cede a la gravedad, no claudica y siempre, siempre, se hace mejor y más fuerte.
No me queda más que levantar la vista, encontrar la mirada de cada uno de ustedes, sin ningún intento de ignorar el paso del tiempo, con la voluntad expresa de reconocer cada uno de los años que nos marcan, a ustedes y a mí, por igual, para saber con total certeza, sin ningún resquicio de duda, que la pregunta final y fundante de esta noche estaba respondida antes de empezar a beber y a bailar:
Por supuesto, valió la pena. Valió la pena y la valdrá una y mil veces más, cada viaje, cada pausa y cada espera, para sentir de nuevo esta calidez, este amor, la incondicionalidad que solamente da tantos años de historia común, y la posibilidad de saber, sin siquiera tener que preguntármelo, que este, aquí y ahora, entre todos ustedes, independientemente de bajo qué cielo sucedan las cosas, es mi lugar en el mundo.
Tacuarén, y a mucha honra.
Gracias por estar hoy conmigo.
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Tacuarén… Hermosos años, la plenitud de la vida. Nació mi hija que ahora tiene 36 y yo tacuaren +… Y ahora puedo hacer cosas que nunca pude hacer…, y estoy satisfecha con mi vida actual, y la pasada, lo bueno y lo malo. Todo fue mi siembra.Me gusta mucho lo que escribís Federico y…¡¡¡Feliz década!!!
Creo sinceramente que siempre vale la pena, tacuaren, tacincuen, tadosmil….siempre es una sucesión de vida, la vida es eso, una eterna sucesion de besos, abrazos, caricias y llanto. Eso, estimado amigo, es VIVIR…feliz vida