Sobre amores y miedos de sombra blanca (Daniel VI)
Hola, mi amor. Hola chiquitín. Pasaron solamente dos días desde tu cumpleaños, y hoy te escribo bajito porque estás del otro lado de esa puerta, y no quiero que me escuches susurrar las palabras que se me desparraman cada vez que el sol da otra vuelta alrededor de la tierra (sí, alrededor de la tierra, y sí, el sol). Te escribo bajito porque una vez más llegué tarde a nuestra cita anual, porque mis palabras, esta vez, prefirieron una cena contigo a un par de horas a solas con mis pensamientos. Vos crecés y yo también, mi amor. ¿Y sabés qué? Ya no siento culpa cuando llego tarde a este encuentro. Aprendí que estas cartas anuales son un valor a futuro, y el futuro, mi amor, no tiene prisa. Para el futuro no hay ninguna diferencia entre el jueves y hoy. El futuro espera, pero tu día no. Tu día necesita ser ese mismo día, esa misma hora, y está bien que así sea.
A medida que vos y tu hermano crecen, mi amor, se me hace más difícil, porque voy descubriendo que el amor de padre, ese que es tan intenso, ese que no te deja pensar, que te duele en el pecho cuando sostenés a tu bebé por primera vez, ese que bloquea las palabras, que impide ser descrito porque es un sentimiento agónico y brutal, espeso, poblado de fantasmas barbudos y de miedos sin apellido, ese amor que suponía inalterable, un bloque de granito indestructible, ese mismo amor, de repente, empieza a revelar de a poco que puede cambiar. Que cambia, de hecho. Que muta, evoluciona, florece con aristas de colores vivos, inventa nuevos puntos de vista, provee riquezas difíciles de sospechar, respuestas a adivinanzas que nunca supe decir. Te digo esto porque para mí, estas cartas cumpleañeras no son sino un hito marcado en el tiempo que me obliga a sentarme y, por unas pocas horas, pensar exclusivamente en vos, compararte con vos mismo hace un año, y escuchar en silencio lo que tu crecimiento me dice. Y cómo no, en ese ejercicio también me examino yo, como padre y como hombre.
Pero te hablaba de mi amor de padre. Y te hablaba no para decirte cuánto te quiero. Encuentro absurdo eso, porque es algo que, por suerte, nos decimos todos los días en el ejercicio de la relación filial.
Te hablaba del amor de padre porque, con tus años –más que con los míos– se define, se vuelve más preciso y menos nebuloso, me ataca por sorpresa y me habla de mí a través tuyo. Probablemente, mi amor, ese mismo amor sea algo de lo que un padre no debería hablar demasiado. No es que tenga nada vergonzoso, ni mucho menos malo; sino que el amor debe ser algo sin peajes ni precios ni reclamos, y a veces es difícil hablar de él sin que suene así. Pero déjame decirte, al menos, mi amor, que ese amor me rescata de mí mismo a veces, que trae asociados miedos y túneles oscuros, pero también paz y momentos de felicidad explosiva, que tu risa y tus brazos te expresan, a veces, mejor que las palabras, y que los papás, como empezás a descubrir a tus ocho añitos, son tan humanos como los panaderos, los verduleros y los choferes de autobús. Los papás, mi amor, somos mucho más parecidos a una bola de miedos y errores que a los superhéroes de tus fantasías.
Te preguntarás, mi amor, porqué la carta de este año habla solamente de amor.
No es algo abstracto, mi amor.
No es porque me haya vaciado de palabras, o porque a medida que te hacés hombrecito yo no sepa qué decirte.
Es porque este año, mi amor, fue, para nuestra familia, un año sobre el amor.
Este año tu madre y yo decidimos mudarnos a Buenos Aires. Lo decidimos sobre todo porque yo lo necesitaba. Lo decidimos por vos y por tu hermano, también.
Y esas, mi amor, son la clase de decisiones que se toman solamente por amor.
Y en esa decisión, mi amor, anidan todos los miedos brujos de los que te hablaba antes. Un papá como yo, mi amor, puede ser tan tonto que puede llegar a abrigar en su pecho un miedo inhumano a que sus hijos lo quieran menos por tomar una decisión como esta, a que no lo acompañen, a que los besos, los abrazos y los juegos se contaminen de enojo o de rabia.
Ese miedo, mi chiquitín, me acompañó todo este año como una sombra blanca, una sombra que solamente yo podía ver, pero era una sombra plena, húmeda, que dolía en las rodillas y en los dientes. Una angustia en el pecho sin más nombre que el miedo puro, y una certeza irreconocible de que, si eso pasaba, no sería injusto.
Y entonces, todos esos días que parecía que no iban a llegar nunca, los que estaban marcados con un círculo rojo en los calendarios, fueron pasando, uno a uno, y nos encontramos con tu primer cumpleaños en Buenos Aires, mi amor, y a pesar de todo, a pesar de que no fue tu decisión ni tu elección, a pesar de la tristeza de alejarte de tu tierra natal, de tus amigos de allá, de tu escuela de siempre, de tus abuelos y tíos maternos, de tus montañas y tu mar Mediterráneo, a pesar del peso de mi decisión, hoy estás feliz.
Vos –esta carta habla de vos, mi amor, a Pablo ya le tocará en la siguiente– fuiste valiente por mí. Vos llegaste, con carita asustada y el corazón tierno, e hiciste lo que había que hacer. Fuiste a la escuela. Hiciste amigos, abrazaste a los míos, desparramaste tu ternura. Vos, hijito, convocaste a tu sonrisa solar de siempre, disipaste la sombra de mi miedo y no dejaste escapar ni uno solo de los abrazos posibles, ni una oportunidad de hacerme saber que está bien, que estás acá, que estás conmigo, y que el dolor de la partida de allá no se traduce en ninguna de las aristas filosas de mis miedos de sombra blanca.
Por eso esta carta es sobre el amor, mi amor. Pero no es sobre el amor de los papás, que no tiene condiciones porque te pasa por encima. Es sobre la generosidad de tu amor, sobre el derroche de tu inocencia. Esta carta, mi amor, es para reconocer que, una vez más, la grandeza de tu infancia me supera como padre y como hombre, que no fui capaz de adivinar que sería así, que no supe, antes de partir, que el amor era suficiente para emprender juntos cualquier aventura, mientras sepamos mantenernos unidos.
Esta carta, mi amor, es para festejar, además de tu cumpleaños, la potencia, la sabiduría y la frescura de tu amor, y para desear, con el pecho y con el alma, con la piel y la sangre, con las vísceras y con las manos, que nunca, nunca, nunca, permitas que esa capacidad de dar y recibir amor te abandone, porque de eso se trata la vida, mi amor. Nada más y nada menos que de eso: saber amar.
Feliz cumpleaños.
Te adora, Papá.
Buenos Aires, 18 de Octubre de 2014.
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