La irrelevancia del 43
Me levanto semidormido. Sé que día es hoy. No quiero saberlo pero lo sé, pasa una vez por año, y es inexorable. Además de viejo me vuelvo impresionable, me vuelvo más y más escéptico, menos espontáneo. Busco 43 en Google. El primer resultado es una cosa llamada “Licor 43”, seguido de siete mil novecientos millones de irrelevancias. No puedo evitar preguntarme por qué, en más de dos mil años de historia occidental no fuimos capaces de producir nada relevante relacionado con el número cuarenta y tres. Y entonces, a mis cuarenta y tres años recién cumplidos, se me ocurre preguntarme por la relevancia de cada cosa. Quizás no es que no hayamos sido capaces. Tal vez simplemente estamos eligiendo sistemáticamente poner la mirada en cosas irrelevantes. Probablemente sea un momento tan bueno o tan malo como cualquier otro para preguntarme qué miro, dónde pongo la atención, qué es lo que considero relevante.
Y me viene a la cabeza una imagen recurrente: uno de mis hijos intenta explicarme algo trivial, mientras yo respondo: “shhh, que estoy tratando de escuchar las noticias!”. Mi gata se acurruca en mi regazo, pero la echo porque tengo que salir, porque si no habrá mucho tránsito, y llegaré a la oficina ocho minutos más tarde. Una llamada telefónica interrumpe alguna cosa fundamental que estoy haciendo, y contesto sin ganas. No escucho, porque lo que estaba haciendo era tremendamente importante. Lo más importante del mundo.
Y entonces siento que cien, doscientas, mil veces al día elijo lo trivial por encima de lo importante, lo rutinario por delante de lo único, lo repetido antes que lo especial, que hay una maquinaria perversa cuyos engranajes son horas y minutos dentados, picudos, que trituran y muelen sistemáticamente mis días, mis momentos, mis instantes. Y no es que crea que no está bien lo que hacemos. No hay mucha elección. Hay que trabajar para vivir. Hay que escuchar las noticias para entender qué pasa, para elegir amores y odios, para elegir bando en un mundo en el que solamente se toleran las tribus. Hay que proveer, hay que conseguir, hay que terminar cosas y empezar otras nuevas. No es eso. No me estoy preguntando si en la punta de un palo debería anudar un pañuelo conteniendo una foto y tres monedas, y lanzarme a jugar al trotamundos sin mirar atrás.
Pero cuando, efectivamente miro atrás, de todos esos miles y miles de momentos en los que vi las noticias, programé sistemas de información, atendí asuntos importantísimos y presté toda mi atención a cuestiones fundamentales, apenas queda nada. No recuerdo con regocijo en el pecho un momento cálido y emocionante al terminar un programa, no me late bajo la piel un anuncio transformador del presentador de las noticias, no me eriza el pelo el recuerdo de ninguna llamada telefónica. Y lo que sí está ahí, lo que queda, es un abrazo de mi hijo Daniel, un día cualquiera, en el metro de Barcelona, y la primera vez que recuerdo su media lengua diciendo: “Papá te quelo mucho!”, y Gloria dándole la teta a Pablo. Tengo pegados a la piel los abrazos de ellos dos, de mi mujer, en cada uno de mis últimos cumpleaños. Sin ningún esfuerzo me vienen a la memoria amigos, hermanos, momentos familiares. Todas cosas que pasaron cuando no era importante, cuando la ocasión no estaba señalada, cuando no me jugaba nada.
Si pienso en este último año, me viene a la memoria la imagen de nosotros tres entrando a un bar, disfrazados de Harry Potter, y Pablo meneando la cabeza en un gesto de reprobación, diciendo: “Abarrotado de Muggles, como siempre…”. Revivo encuentros con amigos. Muchos encuentros, con muchos amigos. El apretón de manos con Sebas, que es el inicio de algo con poder transformador, y sobre todas las cosas, personas. El poder de la mirada, las manos de gente querida, las sonrisas espontáneas.
El año que pasó es un montón de ruido salpicado de esos momentos. Lo único que va a perdurar está hecho de piel y huesos y sangre y pelo. Y sin embargo a ninguno de nosotros nos parece que sea trascendental mientras lo estamos viviendo. Vivimos los mejores momentos de nuestras vidas con la atención puesta en otro lado.
Mis años suman siete. Para alguien tan escéptico como yo, no significa nada, pero es un número mágico, recurrente y hoy quiero elegir interpretarlo así. Hoy quiero señalar el inicio de mi cuadragésimo cuarta vuelta al sol como el momento en el que elijo vivir prestándole toda mi atención a las cosas chiquitas, a los momentos que hacen recuerdos, a los instantes que duelen en el pecho, que horadan el alma, que me hacen hombre y más hombre. Y es que, si al final del año, aquello a lo que le dediqué el cinco por ciento de mi atención, es lo que finalmente produce el noventa y cinco por ciento de las vivencias que vale la pena atesorar, entonces significa que llegó la hora de revisar, no lo que hago, ni cómo lo hago, sino dónde está mi atención durante esos momentos. Quizás madurar sea eso. Ya no creo que deba dejarlo todo, comprarme un tutú y hacerme bailarina. No me parece que esté malgastando los mejores años de mi vida, ni creo que me hiciera más feliz vivirla de otra forma. Lo que sí lamento, lo único que me genera una sensación de deuda conmigo mismo, es la energía que consigo ponerle a los momentos únicos, la atención que les brindo.
Me pregunto: ¿Cuántas veces este año estuve leyendo un email en mi celular mientras alguien que quiero me hablaba de algo? ¿Cuántas veces prioricé la radio a la voz de mis hijos? ¿Cuántas veces escuché a mi mujer a medias, porque al mismo tiempo pensaba en otra cosa? ¿Cuántas veces, sin quererlo, desperdicié la preciada ocasión de reunirme con mis amigos, porque estaba demasiado cansado o porque mañana tenía que levantarme temprano? ¿Cuántos abrazos dejé pasar? ¿Cuántos besos? ¿Cuántos momentos entrañables? ¿Cuántos momentos especiales viví a medias, por estar haciendo dos cosas a la vez?
Tal vez, efectivamente, me esté haciendo viejo, pero para el año que empieza no deseo cambiar el mundo, ni mi vida radicalmente. No deseo abandonar todo lo que hago para seguir mi corazón sin rumbo, ni ver arder el mundo porque no me gusta lo que hay en él.
Para el año que comienza hoy, deseo, simplemente, encontrar en mí la sabiduría suficiente como para vivir plenamente cada momento, para hacer solamente lo que estoy haciendo, para escuchar a los demás con las dos orejas y el corazón, para no dejar escapar los momentos, para aprender que lo sencillo y único es lo que vale la pena de la vida, y que sucede sin avisar, sin ponernos en guardia, y entonces depende de tus reflejos vivirlo plenamente.
Y si sentirme así significa que me estoy haciendo viejo, entonces no me importa. Puede que sea verdad que la sabiduría llega tarde, pero las personas a las que quiero lo van a agradecer, y no puedo pedir mejor regalo de cumpleaños.
Como ven, el 43 es irrelevante. Eso es lo que quería decir.
Buenos Aires, 27 de Marzo de 2016.
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