Porque lo digo yo, que soy tu Padre VI: El reemplazo de tu carta de Hogwarts.
Hola, hijo. Hola, mi amor. No te enojes, todos los años, en mi carta por tu cumple, te digo “Hijo” y te digo “Mi amor”. El género epistolar está lleno de formalidades, de encabezados que son así, y despedidas que son de esta otra manera, y a esta altura, con tus once añitos, a veces me da miedo avergonzarte un poco cuando te hablo así, pero en mis cartas para vos no hay formalidades, sino rituales. Y aunque cumplas once, y eso te haga ser casi tan tonto como un hombre adulto, necesito pedirte, de hombre a hombre, que me permitas esos rituales, porque es en esas palabras, mi amor, cuando puedo transportarme al bebito que una vez fuiste, a tus eructos agrios de leche materna semidigerida, a tus bracitos buscando mi cuello… Y ¿sabés una cosa? Necesito de esos rituales para sentarme, una vez por año, a escribirte una carta por tu cumpleaños. No los necesito para saber qué decir, ni los necesito para conectar con vos o con lo que siento. Los necesito como un perro necesita mear un alambrado para marcar su territorio. Los necesito como un país necesita soldados para proteger sus fronteras. Los necesito como una loba necesita matar por sus cachorros. Necesito de esos rituales, mi amor para, por este ratito en el que yo te hablo y vos escuchás, establecer más fuerte que nunca que soy tu padre, y también para reconocer ante mí mismo que eso no significa nada si no viene con el desastre glandular que me ocurre cuando te abrazo, con el dolor en el pecho que me produce tu angustia, con la felicidad instantánea que me da tu risa cuando explota por fuera de tu boca, con el placer de mirarte, de saber que estás creciendo, que te estás haciendo hombre mejor que yo. Ojalá un día, mi amor, tengas hijos, y entonces puedas recordar en mis palabras que ser padre no quiere decir nada. Lo que tiene significado en la vida de un hombre es la cantidad de miedo, pasión, felicidad y dolor que se siente, ser desbordado desde el pecho hasta los dientes, saberse potencialmente superado por los hijos, y al mismo tiempo tener que continuar a cargo, dirigiendo una vida sin haber podido ensayar cómo se hace, sin vida extra, sin espacio para el error, y sin embargo cometiendo uno tras otro. Ser padre es permitirle a tu corazón irse a vivir fuera de tu pecho, y morir en cada lágrima de tus hijos.
Ser padre, mi amor, va a ser otra cosa para vos, pero ojalá yo sea un padre suficiente como para que, cuando te toque, te conmueva y desafíe tanto como me sucede a mí.
Este año, mi amor, te tocaba recibir la carta de Hogwarts ―para los que no lo sepan, la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería envía una carta a todos los niños magos, al cumplir los once años, invitándolos a inscribirse allí, donde mi gata, la Profesora Minerva McGonagall, enseña Transformaciones―, y en un momento pensé en escribirla yo, jugando con vos. Después me di cuenta de que, en realidad, te había pasado algo similar. Te tocó una carta marcada, y esa carta, lejos de llevarte a la maravilla de una escuela mágica, te trajo al Tercer Mundo. Te trajo a mi país, te trajo a la Escuela del Sol, te trajo a compañeros y amigos nuevos, a una Ciudad enorme y hostil, a un lejano Sur, que queda más allá de tus montañas y tu mar y tu primera escuela y tus primeros amigos y tus tíos y tus abuelos de allá. Queda lejos de mucho de lo que amabas.
Y esa carta te la repartí yo. Entre Mamá y yo decidimos jugarla, pero te la repartí yo cuando aún no habías nacido. Te la di junto con mis besos de padre. La puse en la cintura del primer pañal que te cambié. Te la preparé en los biberones, te la mezclé en las papillas, te la puse en los bolsillos de la ropa, te la cociné con arroz y pollo y jamón serrano, sin darme cuenta y sin enseñarte qué hacer con eso. El plan era vivir allá para siempre. No ibas a necesitar más de esa carta que saber que existe.
Y después, mi amor, los planes de los adultos cambian, se tuercen para un lado o para otro, y los niños no tienen más remedio que seguirlos.
Y a vos te tocó seguirnos. Y lo hiciste, lo estás haciendo. No quedaba otra opción.
Me gustaría decirte, mi amor, que como padre pondría mi cuerpo para sufrir yo todo el dolor que les toque a ustedes en la vida. Lo haría sin pensarlo ―y Mamá también―. Lo haríamos porque los padres tenemos la idea estúpida de que podemos proteger a los hijos del dolor, y de que, por alguna razón, debemos hacerlo, y muchas veces lo hacemos, aún cuando el resultado de eso no sea el mejor para la educación.
Sin embargo, mi amor, cuando del mazo de tu vida salió la carta Austral, cuando decidimos venirnos a Argentina, ni yo ni nadie podía protegerte del desgarro, del dolor que significa dejar un país que amás, para vivir en otro que quizás no tanto.
Y este año fue difícil en eso. Te tocó sufrir en tu cuerpo más de lo que habías sufrido nunca. Te tocó aprender a extrañar España, sus montañas, los amigos, la familia, los bocadillos de jamón y los guisos de almejas de la Yaya, el Pla de les Vinyes y los amigos, siempre los amigos, que pronto tuviste que aprender que son irremplazables, únicos. Pero también, mi amor, te tocó descubrir un mundo nuevo, la inmensidad de Buenos Aires, el amor de amigos nuevos, una escuela que te recibió con alegría, y un padre nuevo que está más feliz y que te adora más que nunca.
Quiero decirte, mi amor, que los padres somos tan tontos que, en algún lugar, yo sigo deseando haber podido darte todo lo bueno que tuvo este año, pero sin necesidad de haberte causado tanto dolor. Y que hoy me siento frente a vos, y como todos los años, trato de entender lo que nos pasa por encima de lo que me gustaría, y entiendo que no era posible, y que tampoco era saludable.
Pero quiero decirte, también, hijito, mi amor, que no lo hicimos tan mal. Porque cuando no se puede evitar el dolor o la tristeza, lo mejor que se puede hacer es darse la mano y caminarlos juntos. Aprender a estar del mismo lado, a compartir lo que nos pasa, a apoyarnos el uno al otro y ayudarnos a entender que nada puede destruirnos si sabemos estar juntos.
Este año, hijo, hablamos más que nunca. Tomamos cafés con brownies, analizamos a los amigos nuevos, recordamos a los amigos que están lejos, aprendimos a entender cómo son las cosas por acá, compartimos lo que nos gusta y lo que nos pone tristes. Y, ¿sabés qué? Hubo dolor, hubo momentos difíciles, y los habrá aún más. Pero yo creo con el alma y la piel que fue genial, que nos acercó más, si es que eso era posible.
Quiero decirte, mi amor, que hoy soy más tu padre que nunca. Que empiezo a sentir que la envergadura de mis brazos ya no es suficiente para abarcar lo amplio de tus emociones, pero sin embargo me siento más envuelto en ellas que nunca, más impregnado de tu risa, más empapado de tus lágrimas, más golpeado por tus enojos, más caricaturizado y definido por tus análisis y respuestas.
Y me encanta.
Me estás empezando a enseñar, mi amor, a golpe de realidad, que sos mucho más que mi hijo. Que ya no sos mío, que la potencia de tu razón sobrepasa mis leyes absurdas de padre responsable, que la fuerza de tus emociones puede derribar los muros que a veces levanto para no ver la parte que no me gusta de mi propia vida, y que tu capacidad de amar es tan brutal, despiadada y feroz, tan intensa, tan plena y feliz que me resulta imposible imaginar que puedo habértela enseñado. Como todos los años, este es el momento de la carta en el que lloro escribiendo, en el que toda mi hombría y mis batallas perdidas y ganadas se me quedan chiquitos cuando los comparo con tu sombra, con la virulencia con la que te amo, con lo que sería capaz de hacer por vos.
Miro una y otra vez el dibujo que me hiciste para el día del padre. Nosotros dos haciendo nuestro saludo especial. Es una síntesis de que lo que tenemos de único, un guiño privado que yo leo como que sí, papá, que sos especial para mí. Y eso basta para que todo valga la pena, para que mis lágrimas sean de emoción, de orgullo profundo y de reconocimiento a la persona en la que te estás convirtiendo, que supera día a día todos mis deseos, mis expectativas más altas, y me da ganas de verte crecer aún más. Hace que valga la pena vivir, solo para saber cómo será el hombre en el que vas a convertirte.
Hijo, mi amor, parece que esta carta está hecha de cosas tristes, pero te pido que, dentro de unos años, cuando la leas, seas capaz de buscar en ella la enorme felicidad que siento, el amor que se me chorrea por los ojos y por el cuerpo cuando te pienso, cuando te abrazo, y cuando te veo salir adelante tan entero, a pesar de que te haya tocado vivir un año difícil, y quizás estés a las puertas de otro, un poco menos difícil, pero difícil también. Quiero pedirte que encuentres en tu corazón la fuerza de ese amor que me das todos los días, el mismo con el que me abrazás, ese con el que te enojás conmigo, con el que me hacés frente y después me perdonás, ese con el que también, a veces, me admirás un poco. Ese amor es la simiente básica de lo que somos, la esencia de lo que, cuando seas padre, vas a darle a tus hijos. Y quiero pedirte, mi amor, que cuando ese día llegue, un poco de ese amor se lo des a tus hijos de mi parte.
Ese día, mi amor, vas a entender por fin, en la piel y en la sangre, cuánto te amo.
Feliz Cumpleaños.
Te adora. Papá.
Buenos Aires, 24 de Junio de 2015.
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Cómo pasa el tiempo … Felicidades por los once años de padre.
Un abrazo
le comentaba a un amigo que estaba leyendo un articulo de un escritor argentino que todos los años en estas fechas le escribe una carta a uno de sus hijos (el mayor) para su cumpleaños… El Padre cumple con la promesa autoimpuesta de vaciar su alma en esa fuente inagotable de amor que son nuestros peques…..cada carta es mas especial… lo vengo leyendo hace once años y aun me emociona lo que escribe…
UN PLACER Y UNA GRAN EMOCION VOLVER A LEER,COMO CADA AÑO UNA CARTA TAN TIERNA,TAN REVELADORA Y TAN GRAFICA COMO LA QUE CADA AÑO LE ESCRIBIS A TU HIJO POR SU CUMPLEAÑOS!!! ME ENCANTARIA VER SU CARITA Y SUS EXPRESIONES AL LEERLA!!! FELICIDADES AL HIJO Y AL PAPA