La Muerte pisó mi huerto
Hoy, la Muerte pisó mi huerto.
Murió el papá de una de mis amigas más queridas.
Yo no lo conocía mucho. Mi último recuerdo de él es acerca de una tarde magnífica. Había ayudado a mi amiga a comprarse su primera casa. Una especie de PH en la calle Julián Álvarez. Estábamos todos ahí, ayudándola a soñar su vida de adulta, jugando a ser definitivamente grandes, y él estaba allí con nosotros, feliz, sonreía y hacía bromas. No importa mucho más, es el recuerdo que elijo para quedarme, no de él, sino de mi amiga con él, con su papá.
Más de quince años después, su muerte afectó tanto a mi amiga, que hoy siento eso. Siento que La Muerte pisó mi huerto.
Quien será ese buen amigo
que morirá conmigo
aunque sea un tanto así
Quien mentirá un padre nuestro
y a rey muerto rey puesto
pensara para sí
Desde esta mañana, los versos de Joan Manuel planean por mi cabeza, por mi corazón, por mi piel. Ví llorar a mi amiga, y lo ví con profundo dolor. La ví llorar en silencio, aguantando con el cuerpo la tormenta del alma, y la ví romperse en dos, y llorar con lágrimas todo lo indecorosas que la etiqueta inflexible de la muerte nos permite. Ví a sus amigos consolarla, rodearla, ampararla. Ví a su compañero abrazarla, quererla, cuidarla, y lo ví, también a él, llorar como lloramos los hombres, así como haciendo que no pasó nada, que en realidad no estamos llorando, sino que nos entró una basurita en el ojo.
Ví a un familiar, en el cementerio, hablar del padre de mi amiga. Fue muy emocionante, y lo más importante que dijo es que era un hombre que amó a su mujer, amó a su hija, amó a su familia, y amó a sus amigos. Y que fue amado por todos ellos. Y yo, que escuchaba en silencio, me sentí invadido por un llanto inexplicable, por una tristeza transitiva, genuina, profunda. Y miré a mi alrededor, y como sucede pocas veces en la vida, algunas de mis convicciones monumentales se cayeron en silencio, sin ruido, sin estrépito.
Estábamos en el cementerio de La Tablada. A pesar de ser de origen Judío, no conocía la costumbre de recordar a los muertos dejando piedras sobre las tumbas. Partidario convencido de la cremación, ahí, de pie, pensé en la importancia simbólica de tener un lugar de referencia, en la enorme fuerza emocional que tiene poder depositar una piedra sobre lo que un día fue tu Padre, tu Madre, tu Amante o tu lo que sea que fuese. Y es que, para los ateos convencidos como yo, la parte más jodida y más difícil de entender de la muerte, es esa en donde, a partir de un segundo caprichoso, como otro cualquiera, uno más en una fila interminable de segundos, los setenta u ochenta kilogramos de carne humana que formaban una persona que amabas, de golpe no son más que eso. Y no sabemos ponerle nombre a la diferencia entre la materia y la persona. No queremos llamarlo alma. No sabemos decirle espíritu, pero está ahí. Y en ese segundo, dejó de ser. Y ya está. No hay consuelo. No hay cielo. Ni siquiera infierno o purgatorio. Hay una persona que amamos, muerta.
Por un momento, me imaginé a mí en ese rol. Sin dramatismo, pero imaginé a mis hijos, ya hombres, a mi mujer, ya anciana, y a mis hermanos y amigos, ancianos también. Los imaginé también diciendo palabras tristes, y pensé que estoy en paz conmigo, que firmo ya mismo el acuerdo de mi vida, si alguien algún día va a decir de mí, para todos los que me quisieron, que amé a mis hijos, que amé a mi mujer, a mi familia y a mis amigos. Estoy en paz si, aunque me quemen, hay una equis en alguna parte donde mis hijos puedan ir a depositar una piedra, y a decirle a mis huesos podridos cuánto me amaron, que me extrañan y que todo valió la pena, solamente por lo desmesurado de ese amor. Y supe, entonces, que el papá de mi amiga podía irse en paz.
Cual de todos mis amores
ha de comprar las flores
para mi funeral
Y quien me abrirá mis cajones
Quien leerá mis canciones con morboso placer
Quien se acostara en mi cama
se pondrá mi pijama
y mantendrá mi mujer
Estos son los versos que desearía haber sido capaz de escribir. Para mi amiga. Para su padre, para todas las personas que amo y que un día van a morir. Para todos mis amigos. Y a veces creo que la idea de la trascendencia no nos deja ver lo que de verdad importa.
Amar, y ser amado. El resto es la pirotecnia que salpimenta la vida, que nos da los momentos de placer, de risa, de orgullo y de soberbia. El resto es accesorio, y a la vez, la vida está hecha de eso, de miles de momentitos encadenados uno detrás de otro, con el único objetivo de llegar al final, para ser capaz, en ese momento, de decirnos cuánto nos importó, cuánto nos amamos, y cuánto esperamos que se amen entre sí los que quedan atrás.
Quien pondrá fin a mi diario
al caer la última hoja en mi calendario.
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Yo lloré a mares. Cuando me salió. No me fijé en donde ni me privé. Si alguien no me vió llorar es porque no me salió llorar para afuera en ese momento. Lloro aún para adentro, hasta el momento en que el tiempo, no sé cuanto tiempo, no tengo un equivalente Jaime en llanto y en pérdida; los rituales del duelo, es decir del tiempo del dolor, son de cada uno y de todos a la vez. Por eso puedo y me salió volver a llorar al leer estas líneas de un amigo de la dulce Paula. Bienvenidas por buenas de mucha bondad.