Las ideas, la ficción y la ciencia
Marty McFly llegó al futuro dentro de unos días, el 21 de Octubre de 2015. Sí, ya sé que es un poco fácil empezar por acá, teniendo en cuenta que esto, como casi todas las pavadas del mundo, es viral en Facebook. Pero sabrán disculparme, porque mientras escribo, la mañana silenciosa de un sábado soleado propicia que mi oficina sea invadida por las conversaciones apagadas de mis hijos jugando, los maullidos de mi gata y el murmullo cerrado de la heladera, haciendo su trabajo. Como estudiantes, me imagino que saben perfectamente cuánto distrae el entorno, y cómo se siente preguntarse, primero, por qué uno se comprometió a hacer esto; y segundo, por qué no lo hizo hasta último momento, dejándolo, como siempre, para el final. Después te das cuenta que el cerebro fue trabajando por su cuenta, y que hay un montón de pedacitos de ideas dando vueltas, y solamente hacen falta las tres cosas fundamentales: atraparlas, ordenarlas y creer en ellas.
Y entonces vuelvo a ese 21 de Octubre de 2015, y no tengo que esforzarme casi nada para visualizar las imágenes, porque en 1989 el mundo alucinó con ese 2015 en el que casi todos los autos volaban, un mozo computarizado te servía una Pepsi automática en cualquier bar, los cines contaban con terroríficas proyecciones holográficas hiperrealistas en plena calle, las zapatillas se ataban solas, y, como no podía faltar, las patinetas volaban.
Sin lugar a dudas, era una hipótesis descabellada, tan sólo 25 años en el futuro. Y sin embargo, funcionó. Funcionó porque se trataba de una producción millonaria, funcionó porque los efectos especiales estaban muy bien logrados, pero y por sobre todas las cosas, funcionó porque encontró a millones de nosotros preparados para creer en ella.
Por el mismo mecanismo funcionaron Star Wars y la Biblia. De igual manera funcionaron D’Artagnan y Los tres Mosqueteros, Frankenstein, Drácula, Sherlock Holmes y Super Hijitus. Todas las ficciones memorables funcionaron porque encontraron un público dispuesto a creer en ellas.
Yo fui siempre un bicho de ésos dispuestos a creer en un buen cuento, pero sabiendo que es mentira. Amante de las historias, de la narración y, por supuesto, de la tecnología. En 1994 yo formaba parte activa de FidoNet, una red que funcionaba por módems telefónicos, de la que seguramente muy pocos de ustedes habrán oído hablar, y que era poco más que mensajería en formato de texto, comprimida y enviada a través de miles de computadoras personales, sostenidos alrededor del mundo por voluntarios que pagábamos altísimas cuentas de teléfono. En esos días, yo estaba más dispuesto a creer en la patineta voladora de Marty McFly que en la posibilidad de mil millones de usuarios compartiendo videos de gatitos en tiempo real, y no por falta de predisposición a creer o a soñar, sino porque contaba con información técnica para saber que la red de datos no era posible, mientras que me faltaban datos para refutar la patineta antigravitatoria.
Curiosamente, hoy existe la segunda y no la primera.
Personalmente, puedo decir que me dediqué, para vivir, a escribir software, y para creer, para disfrutar, para soñar, a escribir historias. Así que decenas de sistemas de información, y varios libros después, pienso que la diferencia entre poder hacer cosas y no hacerlas es nada más y nada menos que creer que son posibles.
Yo creía que era posible contar historias en las que los demás creyeran, y eso hice. Y creía que podía hacer sistemas de información que funcionaran, y eso hice.
Durante ese tiempo, hubo personas que creyeron que podían hacer funcionar una red de datos en tiempo real alrededor del mundo. Hubo personas que creyeron en los automóviles híbridos, en la integración de organismos vivos y tecnología, en sistemas basados en recombinación de moléculas biológicas, en trenes de alta velocidad, en sondas espaciales y en que era bueno el desayuno con semillas, y eso hicieron. Los del desayuno con semillas no, pero los demás consiguieron, en mayor o menor medida, dar un paso más, hacer que la realidad avance sobre las ideas disparatadas. Consiguieron patinetas voladoras mucho más útiles que la de Marty McFly. Cuando parecía que el imaginario del Mayo Francés estaba muerto para siempre, los más realistas consiguieron lo imposible.
Y como siempre, como en cada iteración de la evolución tecnológica, parecemos estar en la cresta de la ola, en el auge, en el momento de máxima sabiduría y mejor comprensión del mundo que nos rodea, de sus causas, de sus peligros y de sus riesgos. Una vez más, parecemos experimentar un sentimiento colectivo de “ahora sí, ahora sabemos”. No parece posible que vaya a demostrarse que estábamos equivocados, que en realidad no vivimos en un globo sino en un objeto tetradimensional imposible de representar para el ciudadano medio, ni que de repente vaya a resultar que hay un error fundamental en la física básica, así que las computadoras no deberían estar funcionando, ni los aviones volando, ni los lavarropas lavando.
Y sin embargo pasó. El Sol no giraba alrededor de la tierra, y el Vaticano le tuvo que pedir disculpas a Galileo por eso. Quienes pensaban que la etiqueta era condición imprescindible para la asepsia, tuvieron que ceder, y abandonar los trajes y corbatas en los quirófanos, dejando paso a barbijos y guantes quirúrgicos. Lo que quiero decir es que la experiencia pasada debería, al menos, mantener en nuestras mentes y corazones activa aunque sea una mínima posibilidad de que estemos equivocados en todo o parte del paradigma.
Y lo mismo nos pasó a los contadores de historias. Los lectores cambiaron, y nosotros también tuvimos que cambiar. Tuvimos que hacer a los malos malísimos de otra forma, tuvimos que inventar historias políticamente correctas. Tuvimos que hacer las tramas más astutas, porque ya nadie vibraba viendo a un Superman con traje de tela impedir el robo de un banco. Tuvimos que pasar de la violencia simple a las catástrofes universales, de los niños atrapados por la bruja de los bosques a la conspiración interestelar contra la especie humana.
Y todo este divague, en realidad, tampoco está diseñado para aportar gran cosa, pero no pude evitar pensar que, en el momento absurdo y cruel en el que nos encontramos, las personas que inventan cosas e historias son una esperanza para todos, precisamente porque son de las pocas que, de verdad, continúan creyendo. Y entonces es donde pienso y siento que es nuestro deber producir una reflexión profunda, hacer algo diferente para obtener un resultado diferente de una vez por todas.
Nos hemos pasado cincuenta siglos tan preocupados acerca de lo que podíamos o no podíamos hacer, que muy pocas veces, muy pocas personas se detuvieron a pensar si debíamos hacerlo. Hemos respondido muchas preguntas; hemos despejado incógnitas. Ahora sabemos que podemos hacerlo casi todo, que sabemos volar y viajar al espacio, que dominamos el mundo microscópico y el subatómico, que aprendimos a hacer máquinas para casi todo.
Ahora sabemos todo y más, pero muchos de nosotros seguimos sin preguntarnos qué parte de todo eso no está bien. Algunas veces seguimos sin hacer la conexión entre las personas que financian los inventos y las que los pervierten, utilizándolos mal. Seguimos adelante porque la pulsión de saber si podemos es siempre más fuerte que la de preguntarnos si debemos.
Por eso siento que va llegando el momento de pensar de nuevo qué historias debemos contar, en lugar de las que es amable o tolerable que contemos, y también el de pensar qué debemos y que no debemos hacer con toda la inteligencia, el esfuerzo y el talento de la ciencia. Llegó la hora de reflexionar en manos de quién ponemos lo que inventamos, quién se queda con los progresos, qué causas defienden los avances, cómo modificamos el mundo con lo que depositamos en él.
Esto no quiere decir que no haya que investigar o que no haya que dar más pasos. No significa ni siquiera que haya que renunciar a nada. Al contrario. Hoy el avance es más necesario que nunca. Simplemente significa que tal vez –solo tal vez–, debamos volver al origen por un segundo, y dotar nuevamente de sentido espiritual a las preguntas que nos convocan a nuestra mesa de trabajo, y darles un barniz de maravilla, volver a sorprendernos, recordar que fue el hecho de creer que se podía lo que nos trajo hasta aquí, y que es fundamental que esa magia no se rompa, porque si se pierde de vista al niño que cree en las patinetas voladoras, entonces el hombre adulto que las construye no será capaz de hacerlas funcionar, y mucho menos le encontrará sentido a volar.
Si dependiese de mí, preferiría que en pocos días, efectivamente, llegara Marty McFly a una Buenos Aires repleta de taxis voladores atropellando nubes, en lugar de que una señora de Wisconsin nos deleite a diario con los videos de sus tres gatos haciendo monerías, pero como narrador de historias sé que los escribas, al contrario que los científicos, nos equivocamos casi siempre cuando imaginamos el futuro, y no importa demasiado, porque lo realmente importante, además de ejercitar la imaginación, es no olvidar que lo que hace posible lo imaginado es, justamente, creer que es posible.
En el marco de TecnoX, participé como escritor invitado en un Taller con jóvenes científicos. La idea era charlar sobre Ciencia Ficción y Ciencia, y los invitados preparamos algo para abrir la charla. Este fue mi texto.
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