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Seis bytes de madurez | Federico Firpo Bodner

Cuarenta y ocho. Cuarenta y ocho dividido ocho seis. Seis bytes son los que cumplo hoy. Y estos números me dan vuelta en la cabeza hace días. Por un lado, esa especie de pánico absurdo a la cincuentena. Por el otro, el encanto binario de los números redondos, múltiplos de ocho para nosotros los informáticos, múltiplos de diez para el resto de la humanidad.

Decía ayer, en un texto que escribí para mis compañeros de trabajo, que los cumpleaños me ponen de un humor reflexivo, y es verdad. También es verdad que en mí, un humor reflexivo puede a veces significar diez páginas de desvaríos, o dos días sombríos reflexionando frente a una ventana. Pero hoy no.

Hoy quiero compartir con quien quiera leerme mis seis bytes de madurez.

Byte 1: Los hijos

Empiezo, cómo no, por mis hijos. Alguna vez he leído por ahí que la sabiduría es algo que te llega cuando ya no sirve para nada. Sin embargo, en mi madurez me encuentro con dos cosas sorprendentes.

La primera es que no sé bien cuándo ni cómo, mis dos niñitos, mis dos amores, desaparecieron de mi vida, y en su lugar se instalaron dos tipos. Dos casi hombres ya, que tienen ideas propias, un criterio que me asombra, una inteligencia vital que destella y deslumbra, y una salud emocional que resulta imposible pasar por alto. Son hombres muchísimo mejores que yo, y lo que es más importante, la mayoría del mérito es suyo. La parte que nos toca a los padres, hoy siento que no hubiese sido posible sin algo de sabiduría, porque inevitablemente mis hijos son un reflejo de mí, son el mejor y más valioso legado que dejaré el día en que me muera, y no puedo estar más orgulloso ni sentirme más realizado. Cada vez que los miro me sacude una emoción profunda.

La segunda es que, a mis cuarenta y ocho años, estoy aprendiendo (probablemente lo justo sea decir que ellos me están enseñando) a redefinir nuestra relación, a dejar ir a los niños que fueron e integrar en mi vida dos hombres nuevos, a hacerles un hueco en el mundo de los adultos, y a respirar con el nudo en la garganta que se me hace cada vez que me demuestran, sin querer, que hay esperanza para el mundo si la generación que estamos criando es como ellos.

Byte 2: La familia

A mis cuarenta y ocho años, la familia también empieza a tener otro significado, además de muchas partes, en las que cuento padres, hijos, hermanos y sobrinos, pero también amigos, compañeros de vida, personas a las que amo. Y es también de la mano de la madurez que empiezo a comprender que casi medio siglo de convivencia, cien mil pequeñas disputas inútiles por quién usa el tenedor de la abuela o quién tiene el control remoto de la tele, no sirven para otra cosa que para crean un sedimento purificador, un tamiz a través del cual solo queda lo verdaderamente importante, que siempre fue y nunca será otra cosa que el amor.

Byte 3: El amor

A mis cuarenta y ocho años, es precioso reconocer que, cuando me separé -hace ya tres años-, pensaba, realmente creía, que ya no estaba en edad de tonterías, que no había espacio en mi vida para el enamoramiento, que de alguna manera había que resolver algunas necesidades sexoafectivas y ya está. Pensaba en el tema como un problema a resolver, convencido de que la frescura del corazón se había acabado hacía mucho tiempo.

Y no.

Contra todo pronóstico, apareció una persona en mi vida.

Contra todo pronóstico, y después de algunos tropiezos y algunas heridas, pude abrir mi pecho, encontré el camino para invitarla a entrar y a quedarse.

Y entonces descubrí que hay una parte en mí que tiene diecisiete años para toda la vida, que se puede temblar de amor aunque creas que lo que te tiembla es el pulso, que vale la pena permitirse el riesgo de amar a cualquier edad, porque el alma humana es de tal riqueza que, si lo conseguimos, la ternura y la felicidad lo compensan todo.

Y descubrí, también, a mis cuarenta y ocho años, que todavía hay espacio, creatividad y corazón para reinventar la sexualidad, para reconciliarme con mi cuerpo y permitirle sorprenderme nuevamente, para volver a servir en el mismo plato el sexo y el amor, y combinar sus olores y sabores en una receta desconocida y maravillosa, que deleita los cinco sentidos.

A mis cuarenta y ocho años, no me avergüenza reconocerlo, estoy enamorado otra vez, como a los veinte, como a los treinta, y es simple y absolutamente maravilloso.

Byte 4: El trabajo

Aquí empiezo con un descargo, casi una disculpa. En un mundo cada vez más feroz, el trabajo es para millones de personas poco más que un medio de vida, injusto y mal pagado. Yo soy de los pocos afortunados que ama su trabajo, que lo disfruta cada segundo, y que además recibe una compensación entre justa y generosa.

Pero no es esta la reflexión que, a mis cuarenta y ocho años, quiero hacer sobre el trabajo.

Crecí en una cultura de sacrificio, con valores en los que el trabajo jugaba un papel fundamental y purificador, una vía casi redentora para los seres humanos honrados. Y siempre trabajé acorde a ese mandato, y por lo tanto, hice millones de horas extras, me estresé, sufrí en mi tiempo libre por temas laborales, enfrenté molinos de viento y sombras inatrapables.

Y a mis cuarenta y ocho años, puedo decir que entendí que aún en esta situación de privilegio, el trabajo necesita ocupar un lugar saludable. Entendí que la pila de cosas pendientes de mi escritorio no baja más rápido si trabajo once horas que si lo hago durante ocho. Entendí que mi empleador no quiebra si en mis horas libres pienso en otra cosa.

Y sobre todo, comprendí que si me lo tomo menos a pecho, si no me estreso, si no hago mil horas, entonces soy mucho mejor profesional, mucho más efectivo en lo que hago, y la calidad de lo que entrego a cambio de mi salario se multiplica.

Y entonces, el resto de mi vida mejora sustancialmente también.

A mis cuarenta y ocho años, trabajo menos horas que nunca, con más placer, soy mejor empleado, mejor profesional y más efectivo que nunca.

Byte 5: La salud

Es inevitable. A los cuarenta y ocho años de uso ininterrumpido, el hardware empieza a fallar por todos lados. El azúcar, la hipertensión, la piel, lo gástrico. De repente parece que los médicos son parte fundamental de la vida, que lo ocupan todo, que están por todas partes. Hay médico todas las semanas, análisis, resultados, tendencias, valores.

Y entonces la salud se transforma en una larguísima lista de cosas que hay que hacer, en un interminable proceso del cual, inevitablemente, aunque haya pequeñas mejoras, siempre salimos un poco más perjudicados.

A mis cuarenta y ocho años, simplemente estoy intentando entenderlo, dejar de temer por la salud, ocuparme del tema, hacer lo que tengo que hacer y ya está. Creo que en esta época de supermedicina, terminamos teniendo mentes de veinticinco años en cuerpos de cincuenta.

Solo es cuestión de aprender a vivir con eso.

Byte 6: La vida

Por último, y no menos importante, la vida.

A mis cuarenta y ocho años, estoy aprendiendo a naturalizar la edad que tengo sin pánico. Durante mucho tiempo tuve pánico a los cincuenta. Pensaba en ellos como la frontera final, como el punto a partir del cual un ser humano tiene que verse a sí mismo en la tercera edad.

Y ahora me acerco. Me faltan dos años.

Y no me siento así.

Siento que uno no es otra cosa que lo que cree que es, que la vida está llena de números que expresan magnitudes, la edad, el azúcar en sangre, la presión, la temperatura, la hora, la fecha, el saldo de la cuenta bancaria. Vivimos pendientes de esos números para, a través de sus guarismos, interpretar como deberíamos sentirnos.

Y yo hoy decido que no.

Que para saber quién soy y cómo me siento, voy a mirar para otro lado.

Voy a mirar a mis hijos transformase en hombres.

Voy a escuchar cómo se me acelera el corazón cuando me desnudo junto a la mujer que amo.

Voy a prestar atención a todo lo que las personas que me importan tienen para ofrecer.

Voy a poner el foco en lo que deseo hacer, y no en lo que pienso que ya es tarde para hacer.

A mis cuarenta y ocho años, entiendo que es hora de derrotar a todos los sistemas numéricos, y de empezar a vivir según la ley de las emociones, de las pasiones, de las ganas y de los placeres.

A mis cuarenta y ocho años, estoy listo para poner en cero los cuarenta y ocho unos de mis seis bytes de madurez, y permitir la entrada de números irracionales en mi base binaria, porque finalmente comprendí que no se trata de aceptar solo aquello que encaja en mi sistema, sino de ampliar el espacio, de eliminar restricciones, de permitir que, mas allá de las pautas y las reglas, la vida sencillamente nos sorprenda.

Feliz cumpleaños, no a mí, sino al mundo en el que vivo, que por fortuna y a pesar de todo, es un lugar donde vale la pena vivir.

27 de marzo de 2021

En la ciudad de los prodigios

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One Response to Seis bytes de madurez

  1. Carles G dice:

    Gracias por compartir todos esos bytes de emoción, sinceridad y experiencia.

    Felicidades, Fede, y acaba de pasar un buen día

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